“Vivimos en un mundo complejo, dominado por las finanzas y
los propietarios de riqueza financiera,
y este mundo necesita ser desenmascarado.”
Stephanie Mudge
Algo debe estar faltando en la discusión sobre los futuros integrantes de la Junta Central Electoral (JCE) como para que todavía esté en el escenario el tema de la “independencia”. Sorprende que para que pueda comprenderse la discusión ni siquiera se haya intentado una definición de la mentada independencia. Como no se hace, ocurre lo que está ocurriendo. Me libero de intentar una aproximación porque no creo que exista tal “independencia” y los primeros que lo saben son precisamente quienes se dicen independientes.
No militar en un partido es una opción absolutamente legítima que no hace independiente a nadie, ni le otorga mayores capacidades o aptitudes, ni mucho menos le otorga adjetivos morales que lo hagan mejor a otros ciudadanos.
Pero a decir verdad hemos llegado a extremos impresionantes. Cuando un ministro -presidente de su partido, además- reclama como condición una independencia que la constitución ni la ley exigen, el sistema político se reinventa y se adultera. Partiendo de ese razonamiento sería válido preguntarse si acaso los ministros no debieran ser independientes. Pero en esa eventualidad absolutamente imposible y antidemocrática, el problema no es que los ministros sean militantes, ojalá todos lo fueran, lo que no deberían es ser presidentes de partido.
Resulta obligatorio hacerse la misma pregunta respecto del presidente de la República: ¿debe el presidente ser independiente? Vale recordar que algunos presidentes renuncian a su militancia partidaria cuando asumen la presidencia, pero eso depende de la cultura democrática.
Entre los legisladores también podemos encontrarnos con estos paladines de la independencia ¿Podría interpretar que ellos no poseen las cualidades que les asignan a los “independientes”? Pero, ya sabemos que no hay un solo “independiente” entre los legisladores dominicanos, más bien varios de ellos pasaron a convertirse en militantes para poder ser candidatos por el partido que se lo ofrecía. Como suele ocurrir, esos están ahora haciendo gala de las peores cualidades de un converso: “Adora lo que has quemado, quema lo que has adorado”.
La situación es francamente impresentable pues las máximas autoridades del Estado -presidente, ministros, legisladores, directores generales, vice ministros o alcaldes- si seguimos esos criterios ¡¡no podrían ser miembros de la JCE!! pues cargan la maldición de la militancia partidaria. Esto sería cómico si no fuera inmoral e ilegal.
Tratando de entender la “independencia” de la manera que la quieren y para no sufrir con el aire de comedia que tiene toda esta discusión, propongo que nos planteemos algunas preguntas:
¿Es independiente un integrante de la Coalición Democrática?
¿Es independiente un abogado contratado por una institución del Estado?
¿Es independiente el presidente de un grupo económico?
¿Es independiente una organización financiada por gobiernos extranjeros?
¿Es independiente un integrante de Participación Ciudadana?
Pero, cuidado, que ésta no es una manipulación entre estúpidos (aunque los hayan). Ocurre que la defensa de la supuesta independencia oculta una posición ideológica que además de disimulada significa -como todo lo disimulado- un gran peligro para la construcción democrática.
En los meses de agosto y septiembre de 2013 publicamos aquí cuatro artículos titulados “Acerca de la sociedad civil” en los que recordábamos los orígenes de su legitimidad en la década de los 70 y anotábamos que Jürgen Habermas definió la sociedad civil como “asociaciones, organizaciones y movimientos surgidos de forma más o menos espontánea que recogen la resonancia de los ámbitos de la vida privada, la condensan y elevándole, por así decir, el volumen o voz, la transmiten al espacio de la opinión pública política”. De esta definición hay dos cuestiones que es importante destacar: la primera es que ubica la sociedad civil en “los ámbitos de la vida privada”. La segunda es que, al instalarla en el espacio de la “opinión pública”, Habermas supone que la comunicación en la democracia deliberativa opera “idealmente”. Es decir, que todas las voces suenan con un volumen similar y que todas se escuchan. Eso definitivamente no es cierto, pues no es posible desconocer que el interés del Grupo de Comunicaciones Corripio, por ejemplo, anda bastante alejado de los intereses de las organizaciones populares; en cambio para sus editores son favoritas lo que en ese tiempo llamamos las organizaciones de la “sociedad civil oficial”. Es decir, las organizaciones empresariales y muy especialmente los grupos de presión financiados por grupos empresariales o por gobiernos extranjeros que globalizan la idea de la “política” en tiempos de hegemonía neoliberal. No hay mejor testigo de lo que exponemos que la agencia del gobierno norteamericano conocida como USAID.
Importa recordarlo ahora cuando tanto se necesita dejar en evidencia lo que en realidad está en disputa. En primer lugar, cuando se inventan requisitos ilegales aquí nadie está haciendo esfuerzos por mejorar la democracia. Si estamos de acuerdo con la abarcadora definición de sociedad civil de Habermas -y de algunos otros autores- resulta que la elección de integrantes de la JCE y de todo alto tribunal del Estado no es tema de la “sociedad civil”. Esa atribución, sin dudarlo, es responsabilidad de la “sociedad política” pues está en ese ámbito. Quienes quieren engañar con esa falacia solo intentan hacer valer intereses de camarillas y de cabilderos.
Los integrantes de la JCE no son representantes de nadie, son ciudadanos a los que se les atribuye, por parte del Senado, capacidades que les permiten ejercer esas altas responsabilidades. Las organizaciones de cualquier tipo que apoyan o no a un candidato o candidata, juegan el juego de la gestión desinstitucionalizante de quienes promueven prácticas que no conducen a la construcción de la democracia. Aunque lo hagan movidos por la intención de ser mejor gobernados no les corresponde la selección de jueces o ministros por la sencilla razón que no gobiernan y no deberían hacerlo.
Hasta ahora no se puede negar que han tenido algunas influencias, pero los resultados de sus gestiones en los déficits democráticos están a la vista y queda por ver si acaso este enredo no terminará como siempre: en acuerdos fuera del Congreso donde los poderes fácticos, esos por los que nadie nunca votó, decidan en lugar de quienes recibieron los votos para hacerlo. Demasiado presente está el mentado Consejo Económico y Social donde seguro señores y monseñores llegarán al consenso.
En este tema se están jugando concepciones distintas del mundo y de la sociedad. Por supuesto, también de la democracia. El neoliberalismo, esa “utopía irrealizable” que supone “el reinado de la racionalidad formal y la supresión de la política” (Lechner) promoviendo la libertad como libertad de mercado, excluyendo el bien común y demandando despolitizar la sociedad -y en eso están apoyados por los medios de comunicación. Desde antes del Consenso de Washington ha sido creciente en esta línea la influencia de gobiernos extranjeros y la ausencia de intelectuales de izquierda. Lo más notable fue el paso raudo de muchos de ellos al keynesianismo para terminar en la playa neoliberal. Aquí también ha ayudado al éxito neoliberal el que muchos políticos de izquierda o progresistas solo se distinguen unos de otros por el tiempo que necesitaron para terminar en el PLD o en el PRM. O en ambos.
Con todo, lo central no es la mala política o la forma en que ésta se hace. Para los neoliberales el objetivo a vencer es la política como espacio para la toma de decisiones en un régimen democrático. Si revisamos el librito veremos con claridad la forma en que se mueven quienes aspiran a que sea el mercado el que remplace a la política en la toma de decisiones. Sin abundar en reflexiones teóricas y limitándonos a revisar lo que los mismos teóricos del origen del neoliberalismo dijeron, podemos afirmar que el neoliberalismo no es democrático.
Dos razones me llevan a pensar que a estas alturas ya Peña Gómez hubiese apoyado a Eddy Olivares: la primera por su desempeño mientras fue integrante de la JCE, y la segunda por su cercanía partidaria. Luego hubiese anunciado su decisión de no pisar el palacio.
Eddy Olivares, debiera transformarse en un caso emblemático del proceso, pues no hay disfraz posible para evitar que sea el próximo presidente de la JCE. Si los senadores deciden eliminarlo en razón de su militancia deben tener el valor de dejarlo establecido institucionalmente y así terminar la farsa en el Tribunal Constitucional o en los organismos internacionales de Derechos Humanos.
En República Dominicana se ha cumplido, igual que en Latinoamérica, la práctica de que los neoliberales no forman partidos. Les basta con apropiarse de alguno o de varios de los existentes, no sin antes confesar con la habitual genuflexión: “Yes sir”. Por su parte, los ocupantes de los altos cargos practican su sumisión intentando destruir los instrumentos democráticos que les permitieron acceder a ellos: los partidos.
Es cierto que la política debe recrearse y no solo porque haya políticos “mala gente”, sino sobre todo por el poder hegemónico del neoliberalismo al que los políticos democráticos no han podido o no han querido enfrentar.
En el marco de la polémica por los integrantes de la JCE es incomprensible (¿dije incomprensible?) que la iglesia católica, en declaraciones de algunos de sus más altos dignatarios y actuando a nivel de grupo de presión (muy bajo el nivel, por cierto) proponga, con nombre y apellido, a un “independiente”. Parecieran haber borrado con el codo lo que la propia Iglesia escribió e inscribió como parte de su magisterio: “524. La política partidista es al campo propio de los laicos (GS 43). Corresponde a su condición laical el constituir y organizar partidos políticos, con ideología y estrategia adecuada para alcanzar sus legítimos fines.” (Documento de Puebla). Uno de los legítimos fines de los partidos políticos en República Dominicana es proponer a la ciudadanía candidatos a senadores (que no son independientes) y éstos deben elegir de acuerdo con la constitución y la ley a los integrantes de la JCE. Es lo más cercano a la democracia posible, ¿o alguien sería capaz de mantener que es más democrático que los elijan FINJUS, el CONEP y Participación Ciudadana?
No pasará mucho tiempo sin que en el fragor de las disputas por la aplicación de medidas neoliberales (póngale atención al anuncio del fin de FASE) la ciudadanía vea que sus intereses no coinciden con los intereses de los grupos de presión. La ciudadanía debe estar atenta a la idea de que el Estado abandone funciones que está obligado a cumplir para asegurar y promover derechos como educación, salud, seguridad social, transporte. En esa lucha van a ser los partidos los que deberán responder al desafío de enfrentar a quienes en verdad ven el Estado como botín para hacer sus negocios y no a los “compañeritos” que, con suerte, aspiran al menudo.