Un personaje del teatro de Jean-Paul Sartre afirma que un intelectual nunca es un revolucionario. Piensa, conoce, duda, critica, pero no actúa para transformar el mundo. Y, sin embargo, durante décadas marcadas por la cultura marxista, tan cercana a Sartre, el prototipo del intelectual fue el revolucionario progresista, que creía en ideas como la Revolución, el Progreso, el Futuro, la Historia. Ser revolucionario era considerado el “eslabón más alto de la especie humana”, la más alta condición que podía alcanzar el hombre. Los tiempos han cambiado. Hoy tenemos aún intelectuales rebeldes, contestatarios, incluso radicales y nihilistas, pero no “revolucionarios”. ¿Quién, en su sano juicio, se llamaría hoy "revolucionario"? Para ello habría que ser demasiado iluso o demasiado tonto. Además, tampoco tendría mucho sentido luego del desprestigio de todas las revoluciones del siglo XX. El adjetivo parece haber sido sacado del vocabulario público.
Un intelectual se define en primer término por su relación con el conocimiento y luego con la realidad, y esta última relación no puede ser sino problemática, conflictiva. La realidad no es lo que él quiere que sea: es demasiado injusta y desigual, o demasiado hostil, o demasiado excesiva, o demasiado vulgar. No satisface sus expectativas, ni coincide con su idea de lo que ella debe ser. No le gusta, ni la entiende. La realidad niega sus deseos y aspiraciones. Entonces entra en conflicto con la realidad. Este conflicto le desgarra, como desgarra también al artista. Frente a esa realidad, el intelectual asume la crítica, pero también la acción y el compromiso político. Oscila entonces entre la crítica y la praxis política, o las combina. De ahí que represente o deba representar la conciencia crítica de su sociedad y de su tiempo.
Sin embargo, esta idea del intelectual teórico como sujeto, como conciencia representante o representativa, que habla por y en nombre de los otros, ha sido refutada. En una lúcida entrevista-conversación sobre los intelectuales y el poder recogida en el libro Microfísica del poder, Michel Foucault y Gilles Deleuze han señalado una idea fundamental: el intelectual ya ha dejado de ser el portavoz de la sociedad, el sujeto que se arroga el derecho de ser su conciencia y que cree saber lo que se tiene que hacer. Los que actúan y los que luchan han dejado de ser representados, ya sea por un partido, por un sindicato o por un grupo de intelectuales. La gente, el pueblo, las masas no tienen necesidad de los intelectuales para saber; ellas saben clara y perfectamente mejor que nadie, mucho mejor que el pretencioso intelectual, lo que quieren y lo que tienen que hacer, y lo saben expresar muy bien. Ya no existe ninguna conciencia privilegiada. El sujeto que habla y actúa ya no es el intelectual, sino un sujeto plural, múltiple y diverso. El intelectual no tiene derecho a arrogarse prerrogativas que ya no le corresponden. No representa a nadie, salvo a sí mismo.
Pero he aquí una diferencia importante: en la periferia tercermundista, en donde la conciencia como saber aún no ha sido adquirida por las masas y tampoco la conciencia como sujeto ha sido tomada por la burguesía, es sensato pensar que el intelectual (ciudadano privilegiado en estas sociedades atrasadas y aquejadas por males seculares como la miseria, la ignorancia y la incultura) debe asumir la esperanza de un pueblo o una comunidad en un porvenir mejor, más justo y digno. De ahí la crítica a este presente miserable, injusto e indigno.
En todo caso, si el intelectual ha dejado de ser una conciencia que habla por y en nombre de los demás, acaso pueda servirle de inspiración o de consuelo el ejemplo del filósofo. Si el filósofo es verdaderamente el necio de la razón, el intelectual será entonces el necio de la crítica. Y debo agregar: de la crítica del poder. El intelectual debe ser el crítico tenaz y feroz del poder, incluso si forma parte de ese poder, un crítico cuya lucidez sensata y combativa lo convierta en un necio a los ojos de los necios, en un disidente a los ojos de los poderosos. En tiempos donde todo el mundo calla y encubre, hay que asumir la crítica del poder hasta la necedad.
No pretendo ahora elucidar la cuestión de la naturaleza o esencia del poder, cuyo análisis exhaustivo ha centrado la atención de pensadores tan agudos como Foucault y Deleuze. Me limito simplemente a definirlo como fuente de ejecutorias y toma de decisiones, como imposición y mandato, como ejercicio de la autoridad y la fuerza.