Los más sonados develamientos de figuras cimeras del narcotráfico criollo de hecho no fueron el resultado de investigaciones oficiales minuciosas y responsables. Las acciones y los aspavientos victoriosos de los organismos gubernamentales se ponen en marcha cuando ya no hay alternativas frente a las solicitudes de extradición, las informaciones puntuales y las alarmas provenientes de los Estados Unidos u organismos especializados de otros países.

Fue el caso de Quirino, quien durante años fue un faraón en el lejano oeste del país. Este don de las drogas celebraba reuniones y cenas pomposas con los más encumbrados dirigentes políticos, llegando a ser oficial activo y dirigente político desmedidamente solidario con sus protectores. Fue el caso de Figueroa Agosto que llegó a tener amigos exclusivos en las cúpulas partidarias y militares. A la vista de muchos, hacía regalos costosísimos a las damas prominentes de las nuevas modalidades de prostitución que sigue impulsando este siglo de las tecnologías de la información y la comunicación.

¿Ya olvidamos a los llamados empresarios de la construcción Eduardo Rodríguez Cordero y Bladimir García Jiménez que se declararon cómplices de Quirino, a cambio de sendas sentencias leves? Recordemos que a García le confiscaron una caja fuerte que contenía, según la prensa nacional, unos US$25 millones en efectivo (su abogada afirmó que esa cantidad representaba solo una parte del dinero incautado). Esa fabulosa suma no sorprende si tenemos en cuenta las toneladas de cocaína que enviaba a territorio norteamericano y el trato preferencial que recibió del Gobierno como propietario de la famosa Constructora García.

No podemos dejar de mencionar en lo que de hecho es una interminable lista negra de impunidad, indiferencia y contubernio oficial con el narcotráfico, a Ramón Antonio del Rosario Puente (“Toño Leña”), junto a sus más connotados lugartenientes Jeifry del Rosario Gautier (hijo del cabecilla), Baltazar Mesa, Sergio Gómez Díaz y José Jesús Tapia Pérez. Estos narcos no guardaban las apariencias. Sus ostentaciones de propiedades y estilos de vida extravagantes eran visibles para todos.

Nadie duda que para mostrar riqueza material desmedida y comportamientos aparatosos, las influencias directas sobre altos oficiales y funcionarios civiles es un desafío que deben vencer con mucho éxito todos los grandes narcos del mundo.

Haríamos mal en no mencionar el reciente caso de César Emilio Peralta (“El Abusador”), que si bien logró articular, al decir de las autoridades, la red de narcotráfico más grande de la historia de República Dominicana, vivía una vida normal y anormal en los centros de diversión nocturnos de su propiedad. Las miradas misericordiosas de las autoridades y la protección militar más infame y descarada respaldaron siempre la boyante vida de este capo pretencioso.

La clase política dominicana ha consolidado un Estado del que no se puede hablar sin mencionar el narcotráfico. Es decir, nos resulta difícil entender el poder actual de este flagelo sin las complicidades, los financiamientos soterrados, los respaldos de candidaturas y los cuantiosos sobornos que el entramado ilícito de las drogas ejecuta en todos los niveles de los estamentos políticos.

Es una vieja alianza que se intensificó de manera inaudita en los albores de este siglo, y que indudablemente tiene como base la corrupción y las ambiciones desmedidas de grupos de “patriotas desnacionalizados”. Es una alianza en la que, indudablemente, militares y funcionarios civiles se lucran enormemente. También se trata de una coalición siniestra que deja inmensos dividendos para la economía en términos de infraestructura, empleos, incremento de los flujos de divisas y llenado de grandes vacíos socioeconómicos que la indolencia e incapacidad de los gobernantes no han podido llenar en décadas.

No hay una penetración total del narco en los partidos y el Estado, como tampoco hay corrupción total. Pero cualquiera que sean los límites de esa penetración, en estos momentos nos parecen desbordados.

El asunto es más delicado y desafiante que lo que parece. No se resuelve con acusaciones que buscan sacar provecho de la actual coyuntura electoral ni con defensas del otro lado que tratan de justificar los errores, en los que persisten, al aceptar alegremente los fondos y las candidaturas del crimen organizado.

Tampoco aporta nada afirmar que los partidos no disponen de un departamento de seguridad e investigación criminal que pueda proteger sus organizaciones de los grandes capos, cuando en este pequeño país todos nos conocemos, claro, ahora un poco menos que en los tiempos de la colonia y de la aciaga dictadura.

El clientelismo y las graves carencias institucionales han hecho el proceso eleccionario carísimo. Tanto las campañas electorales como las candidaturas y altos cargos gubernamentales se compran como cualquier mercancía en un mercado local.

Ciertamente, los narcos tienen dinero de sobra para comprar políticos, candidaturas, influencias y partidos completos. Ya tienen influencias en el poder judicial y en el Congreso. Una gran parte de las candidaturas actuales pertenecen al narcotráfico: bastaría ver las fotos de los osados pretendientes y averiguar sobre sus ritmos de acumulación. El dinero del narcotráfico corre a raudales en el sistema financiero. Su control sobre importantes sectores de los cuerpos armados se hace patente cada vez que se descubren grandes cargamentos de la costosa y preciada cocaína.

¿Cuál es el cambio que nos ofrecen en este delicado y complejo ámbito los partidos contendientes? ¿Cuál es la novedad crucial en sus propuestas? ¿Cómo seguirían existiendo esos partidos sin el financiamiento del narcotráfico? ¿Cómo recobrar el conocimiento, la profesionalidad y la reputación y honradez como condiciones para ser elegido a un cargo público?

El tema del narcotráfico no es de una coyuntura electoral: es de clara certeza en una nueva praxis política que no vemos anunciar ni defender en ninguno de los partidos que hoy se disputan en una maliciosa y degradante piñata los cargos electivos.