Los Estados crearon el nacionalismo y no el nacionalismo los Estados. Esa es la tesis central del libro Naciones y Nacionalismo desde 1780 de Eric Hobbsbawn. El nacionalismo es una ideología surgida en la Europa de las revoluciones entre los siglos XVIII y XIX. Los Estados impulsaron el ideario nacionalista para garantizarse la lealtad de las poblaciones dentro de sus límites fronterizos. Lealtad basada, sobre todo, en vínculos emocionales. Por ello, en aras de crear una idea de nación que sustentara el Estado, las élites que controlaban las estructuras estatales, construyeron relatos en los que lengua, cultura, religión y etnia formaban parte de una esencia “ancestral” entre poblaciones que “siempre han sido naciones”. Esto es, se naturalizó la idea de nacionalidades diferenciadas. Y cada nacionalidad debía tener su propio Estado.
Sin embargo, como demuestra Hobbsbawn en su texto, no es cierto que las poblaciones europeas hayan desde siempre utilizado aspectos como lengua y etnia para diferenciarse. Hubo pueblos con idiomas distintos más cercanos entre sí que aquellos que compartían lenguas. Entre grupos étnicos había, a su vez, diferencias de lengua, religión y cultura como los sajones históricos y eslavos. Por tanto, no es hasta la aparición de los Estados que se comienza a asumir un ideario identitario que privilegiaba la diferenciación a partir de esos aspectos y la nación como algo “natural”. Los Estados, ante un nuevo paradigma que exigía poblaciones clasificadas estadísticamente y territorialmente delimitadas, precisaban ciudadanos bajo control para la producción, guerras y legitimación política (en pos de lo que Foucault llamó la gobernamentalidad). Nada mejor que tener gente convencida de que pertenecía a un núcleo histórico de afinidades y lealtades llamado nación que, a su vez, “creó” el Estado.
El nacionalismo, así las cosas, es una ideología que precisa exacerbar diferencias entre unos y otros para existir. Que naturaliza y crea diferencias convirtiéndolas en “esencias históricas”. La tendencia al racismo es, pues, parte intrínseca de su estructura. Cuando un grupo naturaliza que es esencialmente distinto a otro, y que ello es lo que sustenta su nacionalidad, cae fácilmente en racismo ya que como parte de la construcción de su orgullo nacional tiene que rechazar como “inferior” lo otro porque lo propio es “único” y “mejor” (y lo otro “inferior” puede ser desde la lengua hasta la raza diferente). El nacionalismo es una ideología peligrosa, y, en tanto surgida en la Europa de aquellos siglos, colonial.
Asumir el nacionalismo como algo natural y esencial de los pueblos implica adscribirse a un imaginario colonial y tendiente al racismo. Los pueblos latinoamericanos, por ejemplo, tan atravesados como hemos estado por diversos troncos culturales, étnicos e históricos, no somos esencias sino que producto de mezclas y sincretismos. Tras las independencias gestadas por los criollos europeizados fue que asumimos el ideario nacionalista. Pero no somos esencias nacionales. Nuestros ancestros, sobre todo los condenados en el marco del régimen colonial, esto es, indígenas, negros y blancos pobres, estaban unidos por muchos diálogos interraciales e interculturales que superan el colonial imaginario nacional de fronteras hacia adentro.
En el caso dominicano, la identidad nacional, que ha sido construida desde élites y transmitida al pueblo en relaciones de poder internas marcadamente coloniales, está atravesada por una idea de negación de lo haitiano. La dominicanidad es lo que nos hace no haitianos. Siendo lo haitiano todo aquello que niega nuestro “ser esencial” o espíritu como diría Hegel. De ahí que, el momento fundante de la dominicanidad, “haya sido” el rompimiento con los haitianos en un hecho acometido por tres patricios “blancos” y de “origen castellano”. Un Duarte rubio de ojos azules y creyente en Dios “crea” nuestra patria liberándonos de los haitianos “prietos” y “brujos”. Ese es el implícito en el relato oficial del nacimiento de nuestra nación. Bajo ese entendido la dominicanidad “hunde sus raíces” en la hidalguía castellana, fe en Dios y blancura de los fundadores. Construcción dirigida a que el dominicano se asuma parte de una historia (esencia) diferente, desde las raíces, a la de los haitianos, que, a su vez, son “enemigos” de la dominicanidad.
Esa identificación nacional, que vincula dominicanidad con blancura hispana, genera, a su vez, un rechazo del dominicano a sí mismo. Puesto que la masa dominicana es negra. Y, asimismo, produce también una tendencia del dominicano a no comprender las relaciones de poder internas que determinan las jerarquías inherentes a su sociedad. Así, el dominicano pobre –el 80% de la población- no ve la lógica de raza y clase que internamente define a quienes se les aseguran o niegan derechos. Los dominicanos de clase alta -blancos casi todos-, así como los nuevos ricos blanqueados con dinero y poder político, pueden asegurar sus derechos ante el Estado patriarcal, colonial y autoritario dominicano. No así los pobres como los cañeros que trabajan toda una vida picando caña, y, cuando envejecidos reclaman una mínima pensión, el multimillonario dueño de la central de apellido italiano les responde que son pobres porque “nunca se organizaron”.
Por otro lado, esa dominicanidad basada en la negación instala un imaginario nacionalista tendiente a invisibilizar los grandes problemas del país. Lo cual manipulan las élites económicas y políticas para desviar la atención de las cuestiones estructurales que explican el mayor problema dominicano: la desigualdad. Muy pocas veces en la historia dominicana se ha debatido a nivel nacional sobre la desigualdad. Este tema fundamental siempre ha estado oculto. Los momentos cruciales en el debate nacional dominicano han sido casi todos en torno a la idea de la dominicanidad. Trujillo construyó su hegemonía alrededor de ese ideario. Balaguer por igual. Y el pacto entre el PLD y Balaguer del 1996, para frenar a Peña Gómez, se sustentó en la idea de “conservar” la dominicanidad. Una dominicanidad siempre “amenazada” por los haitianos. Lo que constituye un camino muy engañoso. ¿Dónde está el engaño? En que la “invasión haitiana” siempre se utiliza para que no se vean otros temas de fondo como la pobreza, desigualdad e injusticia en un país de privilegiados y condenados. En que resulta inverosímil que Haití, país donde la gente casi no tiene ni para comer, esté en capacidad de invadir a nadie. En que es descabellado pensar que los haitianos iletrados y pobres que migran a nuestro territorio estén urdiendo tal cosa como una “invasión pacífica”. Y en la locura de creer que República Dominicana, país tercermundista sin recursos estratégicos, sea una ficha tan importante en el tablero geopolítico mundial como para que Estados Unidos y Francia estén fraguando una imposible fusión con Haití.
Aun siendo tan alocadas y descabelladas las ideas en torno a la llamada fusión, son millones los dominicanos para quienes el tema importante hoy día es “defender” la dominicanidad ante “el plan de haitianización”. Hoy la tendencia hegemónica dominicana es ser lo más anti-haitiano posible, exacerbar la dominicanidad con un patrotismo beligerante y declararse “en guerra” contra los haitianos “que queman banderas” y “matan dominicanos”. Todo ello impulsado por un nacionalismo peligroso que está haciendo de un pueblo noble como el dominicano, uno con gente particularmente inhumana dispuesta a mancillar la dignidad de otros seres humanos en nombre de lo que entiende por dominicanidad. He visto toda clase de vejámenes contra los hermanos haitianos en redes sociales y medios. Lo cual es muy preocupante pues la historia es clara en cuanto al lugar adonde conducen estos odios y nacionalismos violentos.
Mi llamado, en estos días aciagos, es que, los que creemos en una dominicanidad humana, civilizada y compatible con el conocimiento y la verdad sigamos luchando. Somos minoría hoy día. En estos momentos de falsedad las masas inducidas a la ignorancia se mueven por la emocionalidad y manipulación fácil. Pero hay que seguir. El cuento de la invasión y fusión en su momento chocará contra la realidad, y, al no poder sostenerse, caerá. Sigo creyendo que República Dominicana es un hermoso país de gente maravillosa. La patria amada donde los que estamos afuera podremos ir algún día a vivir. En ese país futuro que será mucho mejor que el de hoy. Donde habrá menos desigualdad y más educación.
Y, para que sepan los paladines de la falsa dominicanidad: ese país que queremos no estará fusionado a nadie. Ni será haitiano ni mucho menos –algo que ustedes no critican- como hoy que es un peón de intereses imperiales sin personalidad ni voz propia en la esfera internacional. Será realmente libre. Con esa libertad que solo se alcanza con educación y la verdad.