Vivimos una cruda falsedad creyendo, como planteara Emund Burke y tanta gente repite sin analizarlo a fondo, que bastaría con que los buenos no hagan nada para que los malos, los perversos, se salgan con la suya. No he citado el dicho entre comillas a propósito, porque hacerlo equivaldría a aceptar lo que precisamente la realidad desmonta..
Lo cierto es que este mundo no es de aquellos que tratan de ceñirse a las reglas y las normas que la sociedad se traza para organizar la vida en comunidad y lograr de esta forma que las leyes se cumplan y se pueda coexistir con un nivel mínimo de respeto a los derechos que a todos nos corresponden, por el simple hecho, si se quiere, de haber nacidos.
La realidad es que el mundo es de los más fuertes, de los que se aprovechan de la debilidad humana para imponerse a toda costa contra los débiles. Los que abusan de los que se afanan por vivir conforme a sus principios, sin ambiciones desmedidas, que viven conformes a sus creencias, éticas o religiosas, y que no aspiran a más cosas que estar en paz con Dios y consigo mismo. Ese mundo podrido, como muchos lo han llamado, es el que hoy dominan y controlan los políticos, protegidos por leyes que interpretan a su antojo; por poderes públicos negociados en aposentos en tinieblas y reformas irregulares de códigos, en connivencia permanente con inescrupulosos venidos del mundo empresarial.
Es el mismo mundo que siglo atrás el rey David, en medio quizá de una frustración por la maldad humana que le rodeaba, en su Salmo 55 (versión Reina-Valeria 1960) legó los versos maravillosos que hoy muchos cristianos sienten como un escape: “¡Quién me diese alas como de paloma! Volaría yo, y descansaría. Ciertamente huiría lejos; moraría en el desierto”.