“Somos nuestra memoria, somos ese

quimérico museo de formas inconstantes,

ese montón de espejos rotos”

Jorge Luis Borges

-No puedo. No, no…no puedo  -exclamó sorprendida más para sí misma que para nadie y aún a pesar de ello yo pude escucharla con claridad. – Es raro, pero no. No sé por qué, pero no puedo -continuó diciendo una vez y otra mientras, asida con delicadeza a aquella tela gruesa de algodón que cubría su cuerpo, la deslizaba entre sus manos. Y lo hacía de aquel modo, tan peculiar y tan suyo, en el que yo al contemplar sus movimientos lograba evocarla en el pasado. Era exacto. Idéntico el gesto a aquel que fue en su origen, repetido tal y como lo había acumulado en mi interior sin saberlo. Ahí estaba una vez más esa forma tan particular de doblar el lienzo, esa pulcra y cuidadosa precisión en la coincidencia de sus bordes, ese avanzar palmo a palmo su textura como tomando conciencia de la naturaleza y las propiedades del tejido, respirando con los dedos su latir.

– Pero que extraño es todo esto – susurró de repente transcurridos unos minutos de silencio.  No puedo estirar y estirar o la rasgaré – reflexionaba en voz alta y al decirlo iniciaba una especie de ritual que recorría el embozo de uno a otro lado, mientras daba a la vez suaves tirones que evitaran que éste se rompiera en su intento por liberarlo de dondequiera que se hubiera enganchado. Yo, fatigada después de tantas horas de hospital, la dejaba hacer. La observaba, felizmente ensimismada, tras una jornada que para ella había sido muy dura. Alejarse de su casa, apartarse de sus ya escasas referencias la aturde siempre,  la hace vivir nerviosa y en tensión, desorientada como una niña perdida.

Justo en ese instante pude sentirla, aún un poco más que de costumbre, abismada en su sueño. Inmersa en su mundo ajeno y para mi inalcanzable que esa tarde transcurría entre telas y patrones, prendiendo alfileres, midiendo aquel material poco apto para crear el vestido que, yo intuía, llevaba un buen rato imaginando. Las sábanas que cuidan nuestra salud tienen siempre esa descarada rudeza que les confiere el desinfectante, un tacto hosco y poco apetecible, pero nada de aquello parecía importarle. Meras trivialidades para ella una vez sumergida en el proceso creativo. Acercaba a sus ojos aquella blancura, que tras tanto manoseo comenzaba a lucir ya bastante ajada y sin embargo mi mamá parecía apreciar enormemente  su color; se detenía a veces con auténtico interés en aquellas letras azules que confirmaban que aquello, que ahora fruto ya de tanto tocamiento parecía un trapo deslucido y viejo, era parte del ajuar del sistema sanitario de este país, aunque desde luego no lo fuera para ella. La sentía perpleja y así lo confirmaban sus palabras, pero al mismo tiempo la veía disfrutar tratando de encontrar una solución al problema, fuera este el que fuera. Creo que de nuevo se enfrentaba al viejo reto de haberse quedado un poco corta en las medidas, en vez de comprar un corte generoso que le permitiera una holgada confección. Mi madre nació en la Sierra y las mujeres que proceden de la montaña de estas tierras tienen un claro concepto de la economía familiar. No son tacañas, pero si prudentes. Yo lo tenía claro y a aquellas alturas sabía que su mesura, en esta ocasión, también había sido excesiva.

Fue inevitable dejarme mecer por los recuerdos y evocarla años atrás. Era la hora de mi siesta y me sentía terriblemente cansada, llevaba varias horas sentada en un incómodo sillón, uno de esos que no permiten olvidar el lugar en el que estás y mi atención se centraba por completo en ella. Había decidido no moverme pues temía que se quitara el oxígeno. Todo ello favoreció que mi cabeza volara y me encontré de pronto en una de aquellas tardes en las que me llevaba de compras. Me encantaba acompañarla cuando iba a elegir la tela para hacer algún vestido, suponía una aventura que abría innumerables posibilidades que me llenaban de entusiasmo. El recorrido era casi siempre el mismo. Tenía una clara preferencia que incluía dos comercios del centro que le gustaban especialmente, aunque de modo ocasional podíamos ampliar el periplo si no lograba encontrar en ellos lo que buscaba. Mi alegría se multiplicaba en esas circunstancias hasta el infinito.

Cruzar el umbral de cada una de aquellas tiendas suponía dejarme asaltar por colores y estampados, extraviar mi mirada entre rollos de telas perfectamente alineadas, tocar a hurtadillas sus texturas y ávida deslizar por ellas mi mano cuando sabía que nadie me observaba. Yo me abstraía feliz en aquel mundo de sensaciones, en el movimiento voluptuoso del terciopelo al caer sobre el mostrador. Cuando el dependiente, con una habilidad única, imprimía a su brazo un movimiento hipnótico que permitía que el tejido describiera un arco inigualable en su trayectoria, a mí me parecía arte en estado puro. Una coreografía sencillamente perfecta. Yo solía entrar en trance en cada despliegue y esperaba que mi mamá señalara una nueva pieza confiando en que su danza fuera tan hermosa como la que acababa de contemplar y es que, al menos para mí, cada una de ellas tenía una caída absolutamente personal que la hacía especial a mis ojos. Y después, tras el deleite por tan fastuoso espectáculo y elegida ya la tela, aún quedaba lo mejor, la visita a “La encajera”  sin duda la puerta de acceso al paraíso.

Era aquel un pequeño y coqueto negocio situado en un discreto rincón de esta ciudad. Se ubicaba en el entresuelo de un edificio y poseía el encanto de un hogar que se cuida con mimo y sin estridencia alguna en el detalle. Parecía tal vez el salón principal  de una vivienda, aunque nunca llegué a saber si lo era. En el centro tres mostradores de madera clara exponían bajo el cristal las piezas más codiciadas de la colección de cada temporada. Las paredes, llenas de estantes, ofrecían a la vista cientos de piezas: maravillosos encajes, cintas de raso y de seda de suaves colores, exquisitas tiras bordadas, remates de ganchillo, trabajos de frivorité, piquillos y variadas muestras de entredós se apilaban por doquier. En un pequeño espacio se mostraban tejidos de indudable calidad destinados a la confección de prendas infantiles, hermosos cortes de plumeti y batista de algodón, piqué de delicados tonos, popelines y suaves gasas completaban una oferta que jamás me dejaba indiferente. Había en todo aquello una esencia sutil y algo en sí tan delicado, que no podía evitar que mi mirada girara en todas las direcciones. Nunca han dejado de fascinarme estos sitios, desde aquella tierna edad en la que me deje seducir por la riqueza de los tejidos y el refinamiento de toda labor bien hecha. En cada visita salía de aquel lugar ensimismada e imaginando lo hermoso que sería el nuevo vestido.

El resto daba comienzo con esa tela, que doblada en dos sobre la mesa, esperaba la mano que trazara con cuidado los patrones y encajara una tras otra las piezas. Una mano decidida que no temblara a la hora de cortar con precisión bordeando las siluetas marcadas con tiza de costurera y mi mamá era muy buena en eso. Era habilidosa e intrépida en el corte. Jamás la vi titubear. Había aprendido con una buena maestra y sus dedos fueron siempre diligentes en las tareas que requerían empeño y minuciosidad. La verdad es que yo adoraba los vestidos que ella nos hacía, tan bonitos -estoy segura- como ese que durante mucho rato había rondado en esa tarde su cabeza y su voluntad.

Hay algo en ese retorno al pasado que nos conecta con lo más íntimo de quienes somos. Recuerdos que como breves ráfagas de aliento parecen asaltarnos a todos y sobre todo a quien, como le ocurre a mi madre, ha perdido todo contacto con la realidad que le rodea hasta olvidar su propia historia. Debe de existir algo en esos breves chispazos de conexión, en el momento fugitivo que permite el reconocimiento de lo verdaderamente nuestro que nos reconcilia, y quiero creer que también a ella la reconcilia con la vida y la hace ser feliz. Yo la sentí feliz en aquellas horas. Por un buen rato y en medio de la más absoluta zozobra que imagino supone la ausencia de memoria, encontró un punto de unión con su propio existir.

Por mi mamá y por todas las madres del mundo.