El Derecho siempre ha recurrido a mitos para justificar las instituciones y las normas con que pretende regular la vida en sociedad. Los mitos juegan un rol primordial para lograr la adhesión colectiva al Derecho porque las personas necesitan razones fácilmente comprensibles para asumir como correcto lo que el Derecho propone y, como las construcciones jurídicas suelen ser bastante complicadas hasta para los profesionales del Derecho, la mejor manera de lograrlo es con narrativas que impacten en la emoción popular y simplifiquen los mensajes contradictorios que el Derecho ofrece a través de una heterogénea red normativa.
Uno de los mitos más recurrentes en América Latina es asumir que una reforma constitucional o una “nueva Constitución” servirá por sí misma para impulsar cambios sociales, políticos, económicos o institucionales que permitan resolver las carencias acumuladas por generaciones. Por ello, cada vez que se tensan los resortes que sostienen la interacción de la sociedad, la fórmula a la que se apela instintivamente es revisar o cambiar la Constitución. La fascinación por la reforma constitucional se explica por la permanencia de una creencia mágica en el poder taumatúrgico de los cambios normativos (Jorge Prats), lo cual contrasta con la limitada capacidad de incidencia que el Derecho ha tenido como parámetro de direccionamiento de la vida social y política.
No pocas veces las reformas constitucionales impulsadas en Latinoamérica parecen obviar que, sin un verdadero compromiso colectivo, cualquier modificación normativa se arriesga a ser la versión jurídica del mito de Sísifo, esto es, un ejercicio circular de reformas que no logran hacerse efectivas en la realidad sociopolítica, porque no se atacan la raíz de los problemas que impiden sostener en el tiempo los episodios momentáneos de progreso. Si no logramos cambiar la “Constitución material” que pervive en “los factores reales de poder” (Lassalle), los cambios normativos que propone la “Constitución escrita” corren el riesgo de permanecer como meras promesas para exhibir en los anaqueles del constitucionalismo comparado, pero sin la fuerza directiva necesaria para impactar efectivamente en la dinámica de la sociedad.
La mayoría de los problemas institucionales de la región no surgen de una deficiente configuración normativa de la Constitución, sin menospreciar la importancia de un texto bien definido, sino de una cultura sociopolítica que opera al margen de la juridicidad, de la ausencia de compromiso efectivo de las elites políticas, sociales y económicas con impulsar cambios reales que afecten un estatus quo que les ha beneficiado a la largo de la historia, de una “ciudadanía de a pie” anestesiada por unas circunstancias que le fuerzan a vivir prácticamente en la anomia y la inopia, por solo citar algunos factores apremiantes que concurren en el debilitamiento de la fuerza normativa de la Constitución.
Así que el mayor reto que tenemos por delante es cambiar la cultura institucional –desde arriba y desde abajo– con un compromiso colectivo que surja de un diálogo abierto y plural. Toda Constitución contiene un proyecto de utopía social, en el que siempre permanecen fisuras entre lo planeado y lo realizado, pero las constituciones que se alejan demasiado de las posibilidades efectivas de realización, con promesas claramente inalcanzables o irrealizables, abren las puertas para su elusión y la pérdida de su autoridad jurídica. Ello supone, de cara a futuras reformas constitucionales, sincerar las propuestas normativas que el Estado y la sociedad pretenden garantizar, para no hacer promesas de imposible cumplimiento que degraden la confianza de la ciudadanía en el Derecho de la Constitución.
Sin embargo, en ocasiones quienes impulsan reformas constitucionales ambiciosas o que apuestan por una transformación radical de la sociedad, asumen conscientemente la incapacidad de materializar –en el corto o mediano plazo– lo propuesto en la Constitución, sin reducirla a ser meramente “nominal” (Loewenstein), pues aspiran a estimular un diálogo social constructivo que empuje a cambios progresivos en la conciencia colectiva y, por lo tanto, que las transformaciones que prefigura la Constitución ocurran al abrigo de una brega permanente en la cual habrá altas y bajas, y posiblemente nunca se alcance a plenitud la promesa constitucional. En esas circunstancias, la Constitución trasciende el mito de Sísifo, ya que asume una función “dirigente” (Gomes Canotilho) para impulsar cambios sociopolíticos a largo plazo, aunque su fuerza jurídica permanezca “inactuada” (Calamandrei) en varios tramos de su contenido.
Esta tensión entre la “Constitución dirigente” de una transformación a largo plazo y la “Constitución normativa” de efecto imperativo inmediato, es insoslayable porque éstas constituyen las dos caras de una misma moneda, si bien adquieren un peso diferenciado según la “decisión política” (Schmitt) que está en la base de la reforma constitucional: ser un instrumento de cambio sociopolítico o ser la expresión institucionalizada de los factores reales de poder. Se podría aspirar a “desmitificar” la reforma constitucional, transparentando cuál dimensión se pretende impulsar, pero ello no es posible porque las constituciones son instrumentos vivos, y no se puede anticipar el éxito o el fracaso de lo que proponen, ni todas las consecuencias que desencadenan en la sociedad.