Un quiebro momentáneo de  la voluntad, una decisión inesperada pueden salvar vidas. Dinamarca jugó un papel estelar durante la Segunda Guerra Mundial, al trasladar hasta Suecia –un país que en aquel momento desempeñaba un papel neutral en el conflicto bélico– y salvar al hacerlo a más de siete mil judíos. Este hecho, sin embargo, nunca hubiera llegado a ser  posible sin un giro de cabeza por parte de algunos alemanes que hicieron la vista gorda, es por ello que hablo al principio de un gesto imprevisto. Judith Thurman –en su célebre biografía sobre Isak Dinesen– narra que un miembro de la resistencia que transportaba a un grupo de niños judíos, al ser parado en un control de carretera, miró al soldado alemán a los ojos y dijo simplemente "se humano" y el militar le permitió pasar. Este acto tan significativo me remite de inmediato a un artículo periodístico acerca de la localidad francesa Le Chambon-sur- Lingnon, lugar que logró "el milagro del silencio". Erich Schwam, ciudadano de origen austriaco, dejó al morir un legado cercano a los dos millones de euros a la comunidad de Le Chambon. Este hecho despertó la curiosidad sobre su persona y puso una vez más de relieve a este pequeño pueblo en el mapa del mundo. El señor Schwam, al donar su patrimonio a dicha localidad, llevó a cabo un generoso acto de agradecimiento por ser uno de tantos niños acogidos por sus gentes en medio de la persecución nazi. Toda la comunidad sabía de la presencia de judíos ocultos, más nadie se dio por enterado en una especie de pacto social de solidaridad, en favor de la condición humana, por encima del fanatismo y de la barbarie nazi. "Nadie preguntó quién era judío y quién no, de dónde veníamos, quién era nuestro padre o si podíamos pagar. Simplemente, nos aceptaron con calidez, dieron refugio a los niños, que por lo general no tenían padres, niños que tenían pesadillas y lloraban por las noches" afirmaba Elizabeth Koenig-Kaufman, refugiada igualmente durante su infancia  en ese lugar.

Muchas cosas son inexplicables en esta vida y una de ella es el odio, la perdida de la conmiseración, el desprecio gratuito y sin sentido hacia el otro mantenido de modo férreo y sin razón alguna. La historia registra casos simbólicos como el juicio del capitán Alfred Dreyfus, que dividió Francia entre antisemitas y ultranacionalistas. Se produjeron disturbios universitarios por esta causa, se enemistaron pintores como Degas y Pissarro, costó el exilio de Ëmile Zola por su importante papel en la revisión del proceso Dreyfus y posiblemente su propia muerte, intoxicado por la emanación de gases de una estufa que al parecer pudo ser manipulada en venganza por su famosa carta/artículo "Yo acuso".

Este recorrido por hechos de distinta naturaleza puede parecer, en principio, muy alejado de nuestra propia trayectoria como nación y distante no solamente en el tiempo sino geográficamente, sin embargo no es así del todo. El fanatismo se agazapa en cualquier rincón como leopardo sobre una rama. Hay ocasiones en las que colisionan algunas placas tectónicas explosionando entonces la lava oculta en las entrañas de los pueblos. Me pregunto a menudo la razón por la que personas que uno supone sensatas, educadas y amantes de la cultura pierden la brújula, la proporcionalidad y al parecer todo sentido común, emergiendo entonces de sus entrañas lo más inexplicable y horrendo. Este hecho será siempre un enigma no resuelto para mí. No logro, por ejemplo, compartir el nacionalismo como manifestación xenófoba expresada regularmente por sectores de la derecha. No solo no lo comparto, sino que no logro comprenderlo en sí mismo. El rechazo al ser humano, por razones tan absurdas como el color de la piel en algunos casos o bien por diferencias culturales en otros, deshumaniza toda relación entre los hombres.

Puedo entender y lo hago sin la menor dificultad, que existen características únicas y claramente diferenciadoras basadas en una identidad distinta construida a lo largo del tiempo. Comprendo de igual modo que ésta puede renovarse dialécticamente en cada espacio particular, mientras se mantiene una unidad que permite llamar a cada lugar con determinado nombre: República Dominicana, Cuba, Chile, Haití… Puedo comprender que aquellos que ocupan un territorio se sientan parte de él y lo defiendan de quienes consideran ajenos al mismo, para mí esto es algo que no se puede soslayar. El debate en torno a las identidades y los nacionalismos es, por ello, un tema intrincado e incómodo de caminar, ya que la pasión y las emociones están de por medio y son material altamente inflamable. Tal vez por esta razón muchas veces deberíamos asumir una actitud  alerta frente a los discursos que exacerban el odio y el desprecio irracional profundizando brechas, muchas veces alentadas para generar situaciones de conflicto en vez de provocar el entendimiento entre los seres humanos. La historia parece repetirse obstinada cada cierto tiempo en todas las latitudes y la responsabilidad intelectual debe jugar entonces su papel de alarma ante los despropósitos que nos acechan.