Esta noche fui al Mercado de San Blas, la Plaza de Abastos de toda la vida de esta ciudad. Pensé en los años que habían transcurrido desde, que en mi infancia, acompañaba a mi mamá a hacer la compra a este lugar, lleno en aquel entonces de hermosos puestos siempre exuberantes en productos, de vendedoras -que te llamaban por tu nombre como si fueras de la familia-ataviadas con delantales de algodón y de puntillas impecablemente limpios. La gente se agolpaba en torno a cada uno de los pequeños espacios que mostraban con orgullo carnes frescas, pescados y verduras recién llegados temprano en la mañana. – ¿Tienes chirlas? ¡Sí amante y muy frescas! – decía ella y metía la mano en un saco y las hacían sonar, para que notaras que allí adentro había algo que iba a hacer tu paella más sabrosa y tu mamá decía, ponme dos puñados y ella contestaba –y estas tres más que te regalo y que van de mi cuenta. Y pagabas, te entregaban el paquete y caminabas hasta la otra punta en busca de la carne y allí escuchabas, – ¿y cómo tienes hoy la ternera? – Fresquísima, decía invariablemente y así era – De esta mañana mismo, me la acaban de traer del matadero. Mira reina que filetes te voy a hacer de aquí, de esta parte tan jugosita y tan tierna. Y tu mami asentía a lo de la carne tierna y decía dame cuatro, ya sabes de un dedo y mostraba el índice para que apreciara el grosor del corte.
Y mientras tanto se charlaba y hablaban unas mujeres con otras, se intercambiaban recetas y saludos cariñosos y tu besabas obediente, a ambos lados de las mejillas, a aquella señora que le decía a tu mami – pues la tienes hecha ya una mujercita y ella le respondía sí y qué lista es y qué estudiosa y tu mirabas a otro lado como si no fuera contigo la cosa. Y la tendera le entregaba, bien envueltos los filetes a tu madre, os deseaba feliz año y decías igualmente. Bueno tu no. Tu no decías nada porque tu cabeza estaba ya pensando en el piso de arriba con sus pastas caseras, sus bizcochos de soletilla y aquellos hojaldres de cabello de ángel que te volvían loca y que te hacían la boca agua solo de pensar en ellos. Y recordabas aquellos cubos llenos de flores diferentes que te encantaban y empezabas ya a notar lo bien que olía todo en el tercer piso a medida que subías las escaleras.
La plaza entera bullía en entusiasmo y en colores. En gente, llena de buenos propósitos, que se mostraba alegre y siempre dispuesta a esperar su turno con su mejor sonrisa. Gente que parloteaba sin cesar con quien tuviera al lado y que lograba hacer de aquel ratito todo un ritual femenino lleno de sentido. No había hombres por aquel entonces en el mercado, salvo los vendedores de algunos puestos y los que acarreaban de un lado para otro las mercancías. Se iba a la plaza del mercado a hacer la compra y a disfrutar – no sólo de hacerla– sino a saborear del propio lugar, de una conversación amable, de un encuentro casual… Había algo de festivo, de complicidad entre los dueños de los puestos y sus clientas, en la elección de las mejores verduras que todas aquellas mujeres cocinarían horas más tarde para hacer un sabroso caldo. Se podía casi palpar una corriente que hermanaba a todas aquellas personas, en aquel demorarse por el gusto de hacerlo, aquel elegir cada cosa con cuidado mientras la vendedora, brazos en jarra, esperaba que le dijeran: – dame tres filetes de aguja de aquí, señalando una hermosa pieza de un color rojo intenso y precioso que cortaban después de afilar con cuidado aquel enorme cuchillo en la piedra, zas, zas, zas…
Hoy estuve de nuevo en aquel lugar lleno de bullicio y estuve sola. Más de la mitad de los puestos ya no existen. Poco a poco han ido echando el cierre y nadie ha ocupado su lugar. Ya no hay dulces, ni hay flores. Ya no hay gente. Las verduras lucen tan fantásticas como siempre. Bien ordenadas y preciosas se exponen orgullosas pero no hay nadie que guarde fila, nadie pregunta quién es la última, no hay nadie a quien preguntar. Hoy, el día previo a la cena de noche vieja, apenas éramos diez personas las que comprábamos en este espacio. Todo un símbolo de la sociedad que nos hemos otorgado. Triste. Dolorosamente triste.