La corrupción es un problema político retador. Como sociedad nos llama a reflexionar sobre el rol que podríamos tener en su gestión, que es mucho mayor de lo que reconocemos. Usualmente la corrupción se asocia a excesivos márgenes de discrecionalidad de los funcionarios, a la debilidad institucional para contrarrestar los incentivos que genera el acto corrupto y a la ambición de los políticos de hacerse más ricos. La respuesta es mayor seguimiento, control social y transparencia, así como efectivos mecanismos de sanciones.

Esta es una vertiente importante del problema, pero me temo que es una visión parcial. La conducta corrupta no ocurre en otro planeta, ni tampoco es cometida por extraterrestres. Todo lo contrario, son interacciones que se insertan dentro del proceso social y responden a dinámicas propias de los diferentes grupos sociales.

Como lo explicaron algunos sociólogos del delito como Sutherland, en la sociedad tiene lugar un proceso de aprendizaje diferencial del actuar delictivo, que depende de las particularidades de los grupos y segmentos sociales. Hay una corrupción ligada a la pobreza, basada las necesidades básicas de los clientes, las cuales son suplidas por asignaciones estatales que no responden a ningún criterio de planificación, inversión, ni idoneidad, ni carrera y muchas veces es otorgada por entidades públicas sin potestad para ello. Esto suele tener como objetivo el de disponer de una plataforma electoral presta.

Pero también existen otros tipos de clientes que tienen otras preferencias. Pueden procurar una cantidad o calidad mayor de los servicios públicos, a través de pagos a los funcionarios públicos; o buscan un trato preferencial con relación a otros clientes. Son manifestaciones sutiles de la corrupción dentro de las que se incluye el tráfico de influencias, los sobornos, el nepotismo, las asignaciones de posiciones ficticias para cobrar un cheque del Estado, entre otros.

Todos coincidimos, como he dicho antes, en que la corrupción es un problema, pero cuanto tiene nombre y apellido, nos la justificamos. Esto es porque directa o indirectamente algunos grupos o miembros de sociedad son, o pueden ser, beneficiarios de ella. Hay una oferta, de resolver un problema, de recibir una remuneración, de obtener un privilegio… y hay demandas que son satisfechas a través de ellas.

El debate sobre la gestión de la corrupción debe ser radical. Una política tendiente a su reducción debe partir de una lectura completa de la realidad. Identificar la lógica a la que responde la conducta, sus actores y motivaciones. Pero sobre todo, hay que hacer efectivos los mecanismos de sanciones civiles, administrativas y penales, para enviar la señal de que la corrupción no puede ser tolerada, no importa quién esté de por medio.