El presidente electo en el pasado certamen electoral de julio del 2020, Luis Abinader, entre una de tantas medidas tomadas, escogió la menos previsible, no por ello importante, para la población dominicana: eliminar su foto de las oficinas públicas.

Pareciere algo insignificante, una medidamás populista o no según, quien la ponderare, lo cierto es que sorprendió a la sociedad sobre todo a los jóvenes y sectores pensantes y de clase media, que poseen un grado de criticidad y exigencia sobre el modelo de sociedad a la que debemos aspirar todos y todas, que no tiene otra forma que celebrarla con júbilo.

Podríamos decir que se trata de una medida de poca monta ante los problemas sociales y sanitarios que atraviesa la sociedad hoy, sin embargo, su valor es de trascendencia subjetiva en el inconsciente colectivo, dado que hemos vivido una traumática historia de personalismo y presidencialismo que han desdibujado la construcción de una sociedad mínimamente correcta.

El argumento posible de que esa acción contraviene prácticas en sociedades más desarrolladas que la nuestra como los EEUU y Francia, por mencionar dos grandes democracias modernas. No obstante, es rápidamente notoria la solidez democrática de ambas sociedades, la consistente fortaleza de sus instituciones y el poco dominio absolutista de su presidencia, ante los demás poderes de estado que la conforman, son otras esas experiencias.

La imagen solo envía un mensaje, y la acción un compromiso de cambio de mentalidad

Si bien la foto presidencial es una tradición de muchos pueblos bajo vida democrática, las fronteras con el personalismo, el caudillismo y las dictaduras que practican el culto a la personalidad, son muy, pero muy frágiles.

Por tanto, esa medida tomada por el presidente Abinader es de trascendencia histórica en un país con una vieja y larga historia personalista de sus presidentes y de una reiterada práctica caudillista de sus líderes y jefes de estados. Romper la ritualidad del poder tradicional hace bien a los pueblos y permite oxigenar su democracia.

Si bien somos una democracia representativa y presidencialista tomada la figura del modelo norteamericano, la distancia con este país es inmensa. El presidente es una figura electa, respetada y con poderes, pero limitados, nunca por encima de la Cámara de Representantes y del Senado. Sus medidas son debatidas, cuestionadas y hasta rechazas, por cualquiera de los poderes institucionales de ese país.

Por el contrario, el presidencialismo nuestro ha sobredimensionado la figura presidencial y endiosa la misma ante los ciudadanos y los demás poderes por tener concentrado en su dominio, mucho poder decisivo, y el control de órganos políticos y de seguridad, además de una parte importante del presupuesto de la nación que lo convierte en dueño y señor del país y todos se le rinden a sus pies; incluido los otros poderes fácticos.

Los plenos poderes al que hiciere referencia el artículo 210 de la Constitución del 6 de noviembre de 1844, fueron causantes de un estancamiento en el proceso constitucional de conformación delestado dominicano que solo se resolvió modificándolo a la mera de Pedro Santana.

Los entuertos y sobre poderes del artículo 210 de la Carta Magna nuestra son el tope que alimentan el personalismo, el clientelismo, el endiosamiento y la adulonería que engendran el autoritarismo y pichones de dictadores, debido a que el presidente de la república lo controla todo, hasta lo que no debe, como los poderes Legislativo y Judicial.

Cambiar rituales de poder contribuyen a un ejercicio de democracia nueva, una manera distinta de gobernanza y una forma de hacerlo diferente a otros países, que sí pueden mantener la imagen presidencial, sin el riesgo de deslizarse hacia el autoritarismo, la desinstitucionalización, el pecaminoso caudillismo, el mesianismo y el providencialismo.

Apuesto como sociedad a quebrar las tradiciones con las que el poder convencional dominicano se ha mantenido, se ha reproducido y nos ha envilecido. La figura presidencial no se respeta en una imagen, sino por una práctica social y política meritoria de la legitimidad social a quienes se deben los presidentes, que son ciudadanos en coyunturas esenciales, pero ciudadanos y humanos, no dioses.

La destrujillización es una tarea pendiente de esta sociedad que lo lleva en la sangre y solo con acciones que liberen la mente de viejas ataduras y anacronismos que nos detienen en el pasado, podríamos desafiar el futuro e iniciar los pasos hacia una sociedad con estado de derecho, instituciones, lideratos, clase política decente y grupos dominantes comprometidos en la construcción de una mejor nación: que se desarrolle con equidad, respete la diversidad y democratice su prácticapolítica e institucional.

Aprovechando el momento histórico, la medida da pasos hacia ese imaginario por todos y todas deseado y la sociedad lo aplaude porque nos encamina hacia un país con posibilidades para todos y todas y de bienestar e incluyente. La imagen solo envía un mensaje, y la acción un compromiso de cambio de mentalidad. El reto está echado, sin voluntad política los pueblos no alcanzan los niveles de confianza que requiere el momento histórico, de ahí la importancia y mensaje que se envía desde el centro de poder, promisorio y esperanzador.

El cambio es también una desconstrucción de símbolos del poder, de íconos, de discursos, ritualidades y referentes, desafiarlos es también un compromiso con la historia y la sociedad que, esperanzada, no espera un mesías, sino un político que sepa encarnarla e interpretar sus aspiraciones y sus expectativas.