Amanecía temprano. Aún no eran las seis de la mañana y entre los pinos y el yagrumo se notaba ya una claridad que avanzaba a su propio paso. Ya no quedaban pinchitas que despertaban a todos en los amaneceres con sus cantos, hace rato que migraron de vuelta al norte y solo nuestra ciguita pecho amarillo quedaba como la reina, desde los cocoteros de la playa hasta media altura de la loma donde estaba el campamento. Saltaban libres entre las ramas bajas y anunciaban que ya llegó el día.

El lunes y el martes fueron lluviosos y decidimos dejar el viaje para hoy jueves. Había que dejar que el agua se escurriera y la tierra calmase su sed. En tres mulos, Eusebio, Fermín y Yo bajaremos hasta Paraíso. Al volver traeremos dos mulos extras con las cargas. De Paraíso una camioneta nos trasladaría hasta Barahona, donde Pedro Sánchez seguro que ya nos tenía preparados los paquetes.

Sal en grano, azúcar, café, 50 libras de arroz, tres cartones de cigarrillos Cremas, dos paquetes de cajas de fósforos, benzina para el encendedor, cinco galones de gas para jumiadora y el grano que estuviese más a la mano-frijoles rojos, gandules o habas blancas de España-, una lata de aceite El Manicero, y un saco con yuca y batata mezcladas, una caja de leche condensada, una caja con latas de sardinas y cinco litros de ron Tavárez. Con esa carga la cuadrilla tenía para 15 días en el monte. Había que medir hasta el pico y la banda ancha de la parte norte de la loma; todo sembrado de cafetos con variados árboles de sombra, desde aguacateros y almendros, hasta algunas caobas, antiguos jobos y una que otra amapola, formando un techo verde con listones por donde pasaba el sol.

Ya llegar a Paraíso era una experiencia extraordinaria. En lo que esperamos un vehículo que nos trasladase a Barahona, el sonido límpido de las olas sobre la playa de pequeñas piedras, donde no se ve ni un solo grano de arena, solo piedras, lavadas por siglos por el deslizamiento de la ola que se recoge sobre ellas una y otra vez, y otra, y otra vez, era algo casi sinfónico. Nunca el deslizamiento del agua sobre las piedrillas, al recogerse la ola, producía un sonido idéntico o repetido. Como si un río, al hacer una chorrera por encontrar en su cauce un bajío lleno de piedras le cambiasen las rocas a cada instante. Quizás por eso  llamaban Paraíso al pueblo, estaba sobre una sinfonía inagotable e irrepetible de sonidos y música que le regalaba el mar.

Una vieja camioneta Chevrolet de color verde ocre de gomas altas y bonete abombado con faros redondos nos llevó a Barahona. Ya eran casi las 8 de la mañana de aquel jueves 18 de junio.

El negocio de Pedro Sánchez estaba en la entrada sur del pueblo, por lo que la camioneta nos dejo a escasos metros de sus grandes puertas de madera pintadas de un azul lavado por las lluvias de lo que se llamaría con el tiempo el azul del sur. Era un colmado-almacén de provisiones de frutos menores. Los frijoles formaban una pila sobre el suelo, separados por un caminito de la loma de yucas y de batatas y yautías. El arroz y la harina sí estaban en sacos, apilados unos sobre otros en uno de los lados del edificio.

Pedro Sánchez estaba sentado frente a su escritorio, colocado sobre un falso piso de madera que se elevaba unos cuatro escalones sobre el piso de cemento en el centro de la estancia. Cuatro escalones y abrir una minúscula puerta y entraba uno ya en la oficina del negocio.

Me encaminé hacia los escalones mientras extraía de un bolsillo de mi camisa de caqui la lista de las cosas a comprar y me extrañó que Pedro no saliera a recibirme y tuviese una cara tan seria hundida entre las páginas de uno de esos libros de contabilidad financiera que llevan las tiendas y negocios en general. Don Pedro le llamaban en el pueblo. Viejos amigos, nos conocimos hace unos 25 años, en nuestros tiempos mozos.

Faelo no notó un hombre más bien bajo y de ropa y figura común, sentado a la puerta sobre una caja de bacalao y que parecía leer un periódico, que abandonó el lugar seguido ellos entraron. Eusebio si lo advirtió.

Ante el saludo de “Buen día Pedro, ¿qué lío tienes en los libros que los estás revisando desde tan temprano hoy y con esa cara tan seria?”.  Pedro alzó la cabeza y se pasó un pañuelo por la cara para quitar el sudor, aunque tan temprano el calor del día aún no se dejaba sentir.

Pedro cerró el libro, y como mejor pudo le dijo a Faelo que se sentase, que desde ayer en la mañana le estaban esperando.

Faelo abrió los brazos en forma de pregunta. Pedro prosiguió – No sé, es algo que viene de la capital y es el Gobierno-

No terminó de decirlo cuando dos jeeps del ejército y un pequeño carro Volkswagen crema se estacionaban ruidosamente frente al establecimiento. Faelo colocó el papel con el pedido de provisiones sobre el escritorio y junto a Pedro, que de repente estaba muy nervioso, se pusieron de pies.

Un capitán del ejército, sin saludar siquiera, preguntó: “¿Es Ud. Faelo Pons?”- Si señor-.contestó Faelo, automáticamente sacando del bolsillo de la camisa un plástico que contenía su cédula de identidad y entregándolo al oficial.

– El general Díaz lo está esperando en Azua para conversar con Ud. Tiene que ir ahora mismo, con nosotros-

Faelo miró a Pedro y luego con mirada distraída a Fermín y a Eusebio. Seis guardias, todos en ropa de campaña y con fusiles relucientes estaban en las dos grandes puertas frontales del almacén. Dos civiles, con sombreros grises y lentes ahumados se notaban recostados del pequeño Volkswagen.

– Pues vamos- fue todo lo que atinó a decir Faelo, pensando rápido cuál sería el problema. Estuvo cuatro años preso en El Sisal cuando la conjura del 1938 y se le había liberado con la recomendación de que no viviera en ningún pueblo que tuviese Gobernación, estaba limitado a vivir en campos y aldeas, como un exilio interno, suelto, pero prisionero en la cárcel grande que era la República Dominicana. Pensaba y pensaba qué podía ser. Tenía cuatro meses en el monte midiendo tierras, realizando el levantamiento de una gran finca de los señores Castillo y antes estuvo seis meses viviendo en Peralta, cerca de Azua, y nunca bajó al pueblo, salvo para pasar hacia otro campo. Vivió con Eusebio tranquilo en Peralta. Ni mujeres habían enamorado siquiera y midieron unos solares para el alcalde que, claro, ofreció hacer todo lo posible por pagarle lo más rápido que permitiera el presupuesto del pueblito.

¿Habría hablado Eusebio con alguien de lo que fuese que no se podía hablar? Pensó

Le señalaron el segundo jeep y le sentaron detrás, entre dos guardias. Delante el chofer y el capitán, que ni siquiera había dicho cuál era su nombre.

Los dos vehículos atravesaron Barahona rápidamente y el Volkswagen los seguía hasta que salieron del pueblo y entonces se devolvió.

Nadie hablaba. El calor comenzaba a sentirse y el paisaje a variar. Detrás quedaban los platanales y la caña de azúcar y ya se veía cactus, espinosos y maguey. La carretera era angosta y de tierra apisonada, pero lisa, pues rara vez llovía en esa zona. Dos niños salieron a la carretera luego de una curva, vendían sendas iguanas y el capitán por fin habló. –Faelo, tú que tienes tanto tiempo por aquí, ¿has comido iguana?-

Faelo interrumpió la tormenta de pensamientos que llegaban y desaparecían de su cabeza, buscando sin éxito que podía ser aquello. – Bueno si, un par de veces, en comidas de cabo de año y una vez en un baquiní de un niño que falleció, en la vela antes del entierro. Pensé que era chivo guisado, después me dijeron que era iguana. Sabe a chivo-.

-Debe de ser de comer guazábara que los chivos también comen- habló el chofer por vez primera. El capitán lo miró y volvió a dirigir sus ojos al camino polvoriento que tenía enfrente. Llegaron a Azua antes de las diez de la mañana y ni se detuvieron al llegar a la fortaleza, siguieron derecho hasta el patio interior donde estacionaron bruscamente los dos vehículos.

El capitán le dijo a Faelo que se quitara la correa y sacara todo de los bolsillos. – ¿Estoy  preso?- se atrevió a preguntar, más bien en voz baja. El capitán le respondió que no sabía, pero sí sabía que ningún civil hablaba con un general en la fortaleza con la correa puesta y cosas en sus bolsillos.

Caminaron hacia una puerta y pasaron a un pasillo oscuro. La tercera habitación a la derecha era un baño. El capitán le dijo que entrara y detrás paso él. Abrió una pluma de agua en lo que parecía un lavamanos y se llenó la cara y el cuello de agua, quitándose el polvo del camino. Con una señal de la cabeza indicó a Faelo que podía hacer lo mismo. Faelo metió la cabeza bajo el flujo de agua tibia que salía en un chorro de la llave. La sintió fresca en su ya extensa calva y se enjabonó las manos. Una toalla de un color indefinido colgaba de un clavo, el capitán con la mirada le dijo que podía usarla.

Sintió la cabeza más fresca, pero seguía sin entender nada, ni que lo había llevado allí. Hacía mucho tiempo que no pisaba un pueblo que tuviese Gobernación y en un viaje a Samaná, el año anterior, no había hablado de política con nadie, ni con sus íntimos.

Pasaron luego de tres puertas más a la oficina del comandante de la fortaleza de Azua, un coronel que quería que se lo tragara la tierra, luego que el general Díaz le expresara que la fortaleza lucía sucia, que por qué no había pedido pintura en las partidas de ese año. Tenía que pintar la fortaleza antes de que el Jefe la viera así, en esas condiciones.

Cuando entraron , luego de tocar la puerta, Faelo y el capitán, éste último se cuadró, hizo el saludo marcial, llevando su mano derecha a la sien de su cabeza, mientras el quepis oficial lo mantenía pegado del cuerpo con su brazo izquierdo y chocando los talones expresó:-Mi general, aquí le traigo la persona requerida-

El general ni se molestó en devolver el saludo. Se notaba cansado y hacía calor en la pequeña oficina con un abanico de techo que giraba lentamente y con un gesto de la mano le indicó que podía retirarse.

-Faelo, ¿cómo estás? Siéntate en esa silla ahí-, dejando de pies al comandante que permanecía a su lado.- Dime cómo estás, que después tengo que decirle a tus hermanas y a Nígero y a Puro que te vi y no quiero ser yo con mis palabras el que diga como te sientes-

– Estoy bien, general. Algo confundido con este viaje así tan de repente-

– Ah estos guardias. Para que les va uno a decir nada, ni explicar nada. Total te lo dirían al revés.-

-Oye, creo que estás de suerte. Resulta que el Jefe compró unas tierras y las quiere bien medidas y con un buen mapa topográfico. El poeta ese, Jiménez, que se la pasa siempre dando vueltas en el Palacio le llevó este mapa para que el Jefe lo viera, y el hombre, oye, que sabe también leer mapas, dijo que quería al mismo agrimensor que hizo este. En el Cartográfico le dijeron que ese era tuyo, que tenía tu estilo y tus letras-.

Tomó un mapa que estaba doblado hasta llegar al tamaño de un cuaderno y comenzó a desdoblarlo y a colocarlo sobre el escritorio. Era un buen mapa, en papel vellum y a tinta china. Pequeños círculos se hicieron con bigotera. Era un mapa desde Puerto Plata hasta Jarabacoa, indicando cañadas, riachuelos, nombrando parajes y a lápiz rojo senderos de burros por donde se desplazaban los campesinos. No tenía fecha, ni firma y el papel, resistente, se notaba algo estropeado.

Faelo reconoció las letras seguido. Era la letra de Fano, el joven ayudante que tuvo por muchos años y que desde muchacho le había enseñado a hacer topografía. La gente decía que era su hijo, se le parecía en algo, pero cuando algún amigo mencionaba el tema, él solo sonreía.

-General, ese mapa lo hizo Fano, el topógrafo que está ahora midiendo por Samaná. Yo fui quien le enseñe. Si Ud. quiere yo le puedo conseguir algún mapa mío para que le muestre al Jefe-.

– Ah de Fanito. El también trabajó con Iturbides para la línea de rieles de la Grenada en Montecristi.-

– Bueno, ¿ya desayunaste? Cuando vea a Nígero le diré que te vi y estás bien, él se lo dirá seguro al resto de la familia.-

– ¿Sabes?, ahora hay ciertas cosas. Pero para después le pediré al Jefe que te dejen vivir en un pueblo. Te has vuelto viejo en los montes. Y total, toda esa gente que estuvo presa contigo en El Sisal ya muchos están en el gobierno y de los años 40 hasta hoy son ya casi 20 años. Te voy a hacer esa diligencia. Así el compadre se me pondrá más contento.-

– Coronel, que le entreguen sus cosas, ya todo está arreglado. Traígame al telegrafista y el carro, que salgo seguido para la capital-

El sol azuano le golpeó de lleno la cara. Su sombrero lo había dejado donde Pedro, en Barahona.

Preguntó al guardia de servicio en la entrada de la fortaleza dónde podía desayunar algo. Este le indicó –donde la Flora desayunan los oficiales, allí mismo, al doblar-

Intentó una sopa de pescado, que con dificultad podía tragar.-¿Qué mapa sería  ese?- se preguntaba una y otra vez.

Fue al parque y preguntó por la parada de carros hacia Barahona, estaba cerca, abordó un carro público ya viejo y con parches de pintura, donde cupo entre una señora de edad avanzada y dos muchachos que llevaban un saco lleno de pollos vivos a sus pies.

Pasaban ya de las dos de la tarde cuando llegó al almacén de Pedro Sánchez. Estaba cansado, con sed, con preguntas, y pensó que primero debía de tratar de comer algo. Fermín y Eusebio, con toda la compra ya empaquetada dormitaban sentados sobre los bultos, a la entrada del almacén, y los dejo estar, para dirigirse hacia Pedro, que seguía con su pañuelo en la mano.

Pedro, al verle, abrió mucho los ojos y exclamó: -¡ Faelo, volviste!, ¡No estás preso!, ¿ es que no sabes nada?- Encendió un gran radio que tenía a sus espaldas sobre un tramo de madera rústica y salió una voz gruesa y fuerte: Juan Antonio Almánzar Diaz, ¡muerto! Decía otra voz igual de fuerte; Enrique Jimenez Moya, ¡muerto!; Juan Puigsubirá, ¡muerto!; Leopoldo Jiménez Nouel, ¡muerto!; José Andrés Rolan Pérez, ¡muerto! Faelo abrió los ojos de espanto y Pedro bajó el volumen de la radio a casi un murmullo y le dijo: -¿No sabías?, el domingo llegó una invasión por Constanza y dizque vienen más por el mar-

Se quedó frio y le corrió un sudor por la espalda. Un nudo que comenzaba en sus intestinos fue subiendo por su interior hasta su cabeza. Pedro le dijo-¿estás bien?, estás muy pálido. Tienen un día diciendo todos los muertos por la radio todo el tiempo y todos los reservistas, guardias y policías están aterrados. Ven, te llevaré a casa y comerás algo y desde ahí te busco una camioneta que los lleve de vuelta. Ten cuenta. Yo que tú bajo del monte y me quedo en Paraíso hasta que todo termine, pues nadie sabe de nada ni habla de nada, tu sabes como es-

La mente de Faelo solo repetía para sus adentros – Fano,su hijo-el mapa, Fano, su hijo-el mapa; Fano, su hijo-el mapa.