A mi hermano Nígero, en sus 59 cumpleaños.

Amanecía temprano. Aún no eran las seis de la mañana y entre los pinos y los yagrumos se notaba una claridad color carambola madura que avanzaba a su propio paso. Ya no quedaban pinchitas, hace rato que migraron de nuevo al norte y nuestra ciguita pecho amarillo era la reina entre las floraciones, desde los cocoteros de la playa hasta el campamento situado a medio camino entre el mar lápiz lázuli y los picos montañosos cargados de una bruma casi transparente. Saltaban libres entre las ramas bajas.

Ayer, el martes y el lunes fueron lluviosos y decidimos dejar para hoy jueves la bajada al pueblo. En tres mulos Eusebio, Fermín y Yo bajamos hasta Paraíso y me entretuve un rato escuchando la mar rompiéndose en espuma entre las piedras de la playa. Producía un sonido sutil parecido al llover sobre techo de zinc, pero con mas ritmo. Una experiencia siempre extraña. En lo que esperábamos el paso de un vehículo para seguir a Barahona, el sonido límpido de las olas sobre una playa de piedras pequeñas y casi blancas, y donde no se ve ni un grano de arena, solo piedras lavadas por siglos del deslizamiento de la ola que se recoge para volver a caer sobre ellas una y otra y otra vez, era algo casi sinfónico. Ni una sola vez el deslizamiento del agua sobre las  piedrecillas de la playa al retirarse la ola de nuevo al mar producía un sonido repetido, siempre era distinto. Como un rio bajando una chorrera que le cambiasen las piedras a cada instante. Quizás por eso llamaban a la aldea Paraíso, estaba sobre una melodía inagotable que le regalaba la mar.

De Paraíso en una camioneta Chevrolet verde cotorra de abombado bonete y gomas altas nos fuimos a Barahona, donde de seguro Pedro Sánchez ya nos tenía los paquetes preparados. Sal en grano, azúcar crema, café, cincuenta libras de arroz, tres cartones de cigarrillos cremas, 10 paquetes de fósforos La Estrella, una lata de benzina para encendedor, cinco galones de gas para jumiadora y el grano que estuviese mas dispuesto- frijoles rojos, guandules o habas españolas-; una lata de aceite El Manicero, una caja de leche condensada, una caja de arenque noruego seco y un serón de yuca y batata mezcladas. Con esa compra la cuadrilla aguantaba quince días. Había que medir hasta el pico y la banda ancha de la loma que daba al norte. Todo sembrado de cafetos con sombras variadas, desde aguacateros y almendros hasta algunos caobos, viejos árboles de jobo de puerco y una que otra amapola. Ya eran las ocho de la mañana cuando llegamos, aquel jueves 18 de junio de 1959.

El negocio de Pedro era un viejo almacén de provisiones, a la entrada sur del pueblo, por lo que la camioneta nos dejo en la misma puerta. Los frijoles eran una loma sobre el piso, al igual que la yuca y las batatas. El arroz, ya en sacos, junto a sacos de harina estaban apilados recostado sobre una de las paredes. Cebollas, cebollín y ajos estaban regados por el piso y en tramerías de madera de pino los fósforos, cigarrillos, aceites, lámparas de gas, y productos varios para las necesidades de la gente.

Pedro Sánchez estaba sentado en su escritorio de caoba sobre una elevación de madera o falso piso en el centro de la estancia. Cuatro escalones de madera había que subir para llegar frente al escritorio.

Le extrañó a Faelo que Pedro Sánchez no bajase de su escritorio a recibirlo y tuviese una cara tan seria con la mirada restringida en un libro de contabilidad frente a él. Don Pedro le llamaban en el pueblo. Faelo le conocía desde hacía mas de veinticinco años.

Se encaminó hacia los cuatro escalones mientras sacaba del bolsillo de su camisa de caqui la lista con lo que había venido a buscar. No notó un hombre mas bien bajo, quemado del sol y extremadamente delgado, pero fibroso, sentado sobre una caja de bacalao cerca de la puerta y que parecía leer un periódico y que salió seguido entraron ellos al establecimiento. Eusebio si lo notó.

ʺBuen día Pedro, ¿qué líos tienes en los libros que estás tan serio hoy?” Pedro levantó la cabeza y se pasó un pañuelo por la cara para quitarse el sudor, aunque era aún temprano para que el calor del día se dejase ver.

Pedro cerró el libro, y como mejor pudo le dijo a Faelo que se sentase, que desde ayer por la mañana lo estaban esperando. Faelo abrió los brazos en forma de pregunta, Pedro prosiguió- no sé, es algo que viene de la capital-

No terminó de decirlo cuando dos jeeps del ejército y un escarabajo Volskwagen se estacionaban ruidosamente frente al almacén. Faelo colocó el papel con el pedido de alimentos y cosas a comprar sobre el escritorio y junto a Pedro se puso de pies.

Un capitán del ejército dominicano, sin saludar siquiera, le preguntó – ¿Es Usted Faelo Pons?-

-Si señor- contestó Faelo, automáticamente llevando su mano al bolsillo izquierdo de su camisa y sacando su cartera y presentando su cédula de identidad.

El oficial tomó la cédula, la miró, la guardó en su bolsillo y dijo – El general Díaz lo está esperando en Azua para conversar con Usted, tiene que venir ahora mismo, con nosotros-

Faelo miró a Pedro y luego con mirada distraída a Fermín y a Eusebio. Seis guardias, todos en ropa de campaña y con fusiles relucientes estaban a las grandes puertas frontales del almacén. Dos civiles con sombreros grises y lentes de sol cuadrados y grandes estaban recostados del Volkswagen.

-Pues vamos- fue todo lo que atinó a decir Faelo, pensando rápido, cuál sería el problema. Tenía cuatro meses en el monte midiendo una gran finca, y antes había estado seis meses en Peralta, cerca de Azua, a donde nunca bajaba, salvo para pasar por el pueblo si iba a algún otro campo. Vivió con Eusebio tranquilo en Peralta. Ni mujeres habían enamorado siquiera y midieron unos solares para el ayuntamiento, que claro, prometió pagarles lo mas rápido posible.

¿Habrá Eusebio hablado con alguien de lo que no se podía hablar? Pensó.

Le señalaron el segundo jeep y le sentaron detrás, entre dos guardias. Delante el chofer y el capitán, que ni siquiera había dicho su nombre.

Ambos jeeps atravesaron rápido el pueblo de Barahona con el Volkswagen siguiéndolos hasta la salida, desde donde se devolvió.

Nadie decía nada, ni media palabra. El calor comenzaba a sentirse y el paisaje a cambiar de sembradío de plátanos y caña de azúcar a cactus , arbustos espinosos y maguey. La carretera, de tierra apisonada y talvia, pero lisa daba velocidad a los vehículos. No había baches pues por ahí casi nunca llovía. Dos niños aparecieron luego de una curva, con dos iguanas en sus manos, vendiéndolas. Faelo pensó hacer un comentario, pero vió la cara del guardia que tenía a su derecha y pensó que ese sabía contar solo hasta dos y prefirió callarse. Fue el capitán quien rompió el silencio. – Faelo, tú que tienes tanto tiempo por aquí, ¿has comido iguana?-

Faelo, que había vuelto a pensar por qué todo este lío, respondió – bueno si, un par de veces, en comidas de cabo de año y una vez en un baquiní, enterrando a un niño. Pensé que era chivo guisado hasta que me dijeron que era iguana. Sabe a chivo con pollo-

– Debe ser de comer esas guazábaras que los chivos también comen- habló por vez primera el chofer. El capitán le miró y volvió a clavar sus ojos en la polvorienta y caliente carretera que tenía enfrente.

Llegaron a Azua como a las once de la mañana y ni aminoraron su marcha al ver la fortaleza, entraron al patio interior donde se detuvieron de repente.

El capitán dijo a Faelo que se quitara la correa del pantalón y entregara todo lo que llevaba en los bolsillos.

– ¿Estoy preso?- se atrevió a preguntar, mas bien en voz baja.

El capitán respondió que no sabía, pero si sabía que ningún civil hablaba con un general en una fortaleza con su correa puesta y cosas en sus bolsillos.

Caminaron hacia una puerta y pasaron a un pasillo oscuro. El tercer cuarto era un baño. El  capitán le dijo que entrara y después pasó él. Abrió una pluma de agua de lo que parecía un lavamanos y se llenó la cara y el pelo de agua con las manos, quitándose algo el polvo del camino. Con una señal de la cabeza y secando su cara y pelo con un pañuelo, indicó a Faelo que podía hacer lo mismo. Faelo metió la cabeza bajo el flujo de agua tibia, que sobre su calva le pareció fresca y se lavó las manos con un pequeño jabón de cuaba que había sobre una tablita en la pared. Una toalla de un color y formato indefinidos colgaba de un clavo con óxido. El capitán con una mirada le dijo que podía usarla.

Ya tenía la cabeza mas fresca, aunque el calor parecía que cocinaba una sopa, pero seguía sin entender qué lo había llevado allí. Hacía años que no pisaba un pueblo que tuviese gobernación, como le recomendó el coronel que le dejó salir del Sisal en el 38 y en un viaje hacía cerca de un año atrás a Samaná no había hablado de política ni con sus íntimos.

Pasaron a la oficina del comandante de la fortaleza de Azua, un coronel que quería que se lo tragara la tierra, cuando luego de 10 minutos el general Díaz le había dicho que por qué no pedía pintura, que la fortaleza se veía desagradable, que necesitaba pintura y al Jefe no le gustaba que se vieran así sus fortalezas.

Cuando entraron Faelo y el capitán, este último se cuadró, hizo el saludo marcial, llevando su mano derecha al gorro que usaba y chocando sus talones.

-Mi general, aquí le traigo a la persona requerida- El general ni se molestó en devolver el saludo y le indicó con la mano que podía retirarse.

-Faelo, ¿cómo estás? Siéntate en esa silla ahí. Dime como estás que después tengo yo que inventarme como estás para decirle a tus hermanas y a Nígero y a Puro que te vi -.

– Estoy bien general. Algo confundido con este viaje aquí, así tan de repente-

– ¡Ah estos guardias!! ¿Para qué les dice uno algo? total después te lo dicen al revés –

– Oye, creo que estás de suerte. Resulta que El Jefe compró unas tierras. Y las quiere bien medidas y con un buen mapa topográfico. El poeta ese Jiménez, que se la pasa en el palacio, le llevó este mapa para que El Jefe lo viera, y el Hombre, oye, que sabe también leer mapas, dijo que quería al mismo agrimensor que hizo éste. En el Cartográfico le dijeron que ese era tuyo, que era tu letra y tu estilo.

Tomó un mapa que estaba doblado varias veces hasta alcanzar el tamaño de un cuaderno de escuela y comenzó a desdoblarlo y a colocarlo sobre el escritorio. El coronel, jefe de la fortaleza y Faelo observaban.

Era un buen mapa, en papel vellum y a tinta china. Pequeños círculos se realizaron con bigotera.  Era un mapa desde Puerto Plata hasta Jarabacoa, indicando cañadas, riachuelos, nombrando parajes y en lápiz rojo senderos de burros por donde andaban los campesinos. Se notaban los pequeños puntos donde alguien había tomado medidas con un compás de puntas secas. No tenía fecha ni firma y el papel, resistente, se veía algo estropeado.

Faelo reconoció la letra a seguidas. Esa era la letra de Rafo, hecha a pulso, sin Leroy. La letra de su joven ayudante de años y a quien él había entrenado en topografía. La gente decía que era su hijo, porque se le parecía en algo, pero cuando algún amigo íntimo le preguntaba, él solo sonreía.

-General, ese mapa lo hizo Rafo, el topógrafo que está ahora midiendo por la costa de Samaná. Yo fui quien le enseñé. Si Usted quiere yo le puedo conseguir algún mapa mío, para que le muestre al Jefe-.

– Ahh de Rafo, él también trabajó con Iturbides, midiendo para los rieles de Sánchez y la carretera a Samaná-.

– Bueno, ¿ya comiste? Cuando vea a Nígero le diré que te vi y que estás bien, él lo dirá a la familia-.

– Sabes, ahora hay ciertas cosas. Pero para después le diré al Jefe que te deje vivir en un pueblo. Te has puesto viejo y estás negro de vivir en los montes. Y total, toda esa gente presa contigo en el Sisal, la mayoría está en el gobierno y de los años 40 hasta hoy ya van casi 20 años. Te voy a hacer esa diligencia. Así el compadre se me pondrá mas contento-.

– Al capitán que le entregue sus cosas, ya todo está arreglado. Tráigame al telegrafista y el carro, que salgo seguido para la capital-.

El sol le golpeó de lleno la cara. Parecía un centavo que se había limpiado con ceniza y limón. Estaba de un rojo cobre. Preguntó al guardia de servicio en la puerta donde se podía comer. Este le indicó, donde La Flora, ahí mismo al doblar.

Intentó una sopa de pescado y tostones, pero apenas si podía tragar. Estaba cansado y estresado. Aún no tenía todo muy claro. ¿qué mapa sería ese?

Fue al parque y preguntó por la parada de guaguas hacia Barahona, estaba cerca, pero terminó en un carro público que ya salía hacia allá y donde cupo entre una anciana y dos jóvenes que llevaban un gran bulto y pollos a sus pies.

Pasaban ya de las cinco de la tarde cuando llegó a Barahona y al comercio de Pedro. Este seguía en su escritorio con su pañuelo en las manos y la cabeza mirando hacia la nada. Estaba totalmente agotado, con sed, con preguntas, pero pensó que primero debía comer algo.

Fermín y Eusebio, con toda la compra ya empaquetada dormitaban sobre ella, en la puerta del almacén y los dejó estar, dirigiéndose hasta donde Pedro Sánchez que seguía con la mirada perdida en el espacio.

– ¡Faelo, volviste! No estás preso. ¿Es que no sabes nada?-

Encendió la radio que tenía a sus espaldas, sobre un tramo de madera rústica y salió una voz grave y fuerte: Juan Antonio Almánzar, y decía otra voz mas grave aún, muerto; Arturo Pitini, muerto; José Evangelista, muerto. Faelo abrió los ojos y Pedro bajó el volumen de la radio y le dijo: “no sabías?, el domingo llegó una invasión por Constanza y dizque vienen mas por el mar”

Se quedó frio. Un nudo que comenzaba en su estómago seguía hasta su garganta y le explotaba en la cabeza. Pedro Sánchez le dijo: “¿estás bien?, estás muy pálido. Comenzaron ahorita a decir los nombres de los muertos por la radio y todos los policías, reservistas y guardias andan espantados. Ven, te llevaré a casa y comes algo y descansas. Luego te busco una camioneta que te lleve de vuelta. Ten cuenta. Yo que tú bajo del monte y me quedo en Paraíso hasta que todo se calme. Pues nadie sabe nada ni habla de nada, tú sabes cómo es”.

La mente de Faelo solo decía: Rafo, mi hijo, el mapa; Rafo, mi hijo, el mapa.