Al repasar el cuento de 1900 de L. Frank Baum, "El Magnífico Mago de Oz", uno encuentra, entre otras cosas, que el mago solo gobernó mientras nadie lo puso a prueba. Desde la distancia en que se observaba su imponente castillo, se suponía que el Mago tenía un poder extraordinario y por ello nadie se atrevía a desafiarlo. Para los pobladores de la ciudad de Esmeralda, el Mago era un ser todopoderoso. Si alguien se atrevía a molestar con tonterías las profundas reflexiones del Gran Mago, era posible que se enfadara y los destruyera en un abrir y cerrar de ojos.
El Mago era parte de una profecía que el pueblo había contemplado por décadas: era aquel que caería del cielo y vendría a rescatarlos. Aquellos que recurrían al él, esperaban que les proveyera de todo lo que carecían. Por eso Dorothy, arrastrada a la tierra de Oz por los vientos de un destructivo tornado, se empeñaba en encontrarlo. Cuando Dorothy y sus amigos finalmente encuentran al famoso Mago de Oz, quedan anonadados ante la presencia de alguien poderoso y autoritario, que intimida con una voz de trueno. Sin embargo, tras ir detrás del telón, se dan cuenta que el mago es realmente un personaje común y corriente, que para gobernar se esconde detrás de todo un montaje que le hace aparecer como poseedor de capacidades que no tiene.
Durante muchos años, el Mago había obligado a todos los pobladores a ponerse gafas con cristales verdes para protegerse de la supuesta gloria y esplendor de sus obras. Las gafas hacían ver la ciudad hermosa, verde y brillante. En realidad, la ciudad no era esmeralda, ni las obras espléndidas. El verdadero Mago de Oz había creado una imagen de grandeza y expectativa dirigida a todos aquellos dispuestos a recorrer el largo camino de baldosas amarillas para llegar hasta donde él. Al final, quienes acudieron por ayuda tuvieron que encontrar en ellos mismos lo que esperaban del supuesto hechicero.