―Hoy serán ustedes quienes escogerán el tema sobre el que les hablaré –propuso el Maestro, causando sorpresa entre los allí reunidos—: el que desee sugerirme un tema puede hacerlo, pero antes, por un asunto de disciplina, de orden, deberá levantar la mano.

De inmediato, se alcanzaron a ver nueve manos. El Maestro le indicó a un señor de cierta edad, quizá de unos 60 años, y éste, con cierta timidez y respeto, dijo:

—Maestro, pienso que el tema de la gratitud es muy importante.

—¡Muy bien! —dijo el Maestro—. Otro, por favor.

—¡La vida y la muerte! —sugirió una joven.

—También me parece un tema interesante. A ver… usted —y el Maestro señaló a una señora, de unos 45 años de edad,  que estaba sentada al final del salón.

—Creo, respetable Maestro, que el tema de la envidia podría ser muy oportuno.

—Comparto su opinión —adelantó el Maestro.

Y así continuaron las intervenciones de los oyentes y ya no fueron nueve, sino veinte o quizá más los que sugirieron temas sobre los que sería conveniente que el Maestro hablara.

Faltaban pocos minutos para las nueve de la mañana, por lo que el Maestro, pidiendo silencio, anunció:

—Ha sido bastante interesante todo. Los temas sugeridos por ustedes me parecen atinados y muy propicios para la reflexión en los momentos críticos que está viviendo la humanidad en la actualidad —afirmó, complacido, el Maestro—. Pero en vista de que el tiempo se nos ha impuesto, continuaremos mañana, cuando nos referiremos a un tema muy distinto a los sugeridos por ustedes. ¡Qué Dios los bendiga!

Todos, como puestos inconscientemente de acuerdo, esperaron a que el Maestro abandonara el salón para luego ponerse de pie y retirarse.

II

Y llegó el día. El día siguiente: el cuarto día esperado. El Maestro de Yarkara, con una misteriosa sonrisa —¿picardía quizá?—, anunció el tema prometido:

—Hoy les hablaré sobre la extraña personalidad del prepotente. Es un personaje que suele aparecer en cada período de cambio de autoridades gubernamentales en cualquier país del hemisferio occidental.

—¿Se referirá usted a algún país en especial, amable maestro? –preguntó, curioso y ansioso, uno de los discípulos: el que exhibía la apariencia sesentona.

—Imagínense que estamos en el Caribe —pidió el Maestro. Y así comenzó:

—¿En qué consiste la prepotencia? ¿Cuándo se es prepotente o se actúa como tal? –Fueron dos preguntas retóricas que el gran maestro lanzó al aire sin la intención de esperar a que ninguno de los allí congregados contestara. Y continuó:

—Es preciso, ¡urge!, encontrar las respuestas más próximas a esas preguntas antes de exponer nuestra visión en torno a la personalidad del prepotente, tema negativo, pero del diario vivir. Acudimos al Diccionario de la Lengua Española: «Que abusa de su poder o hace alarde de él». Esto dice. Pero nos ha parecido más acertada y explicativa la definición que ofrece el Diccionario Enciclopédico Quillet. Es más descriptiva incluso: «Se vale de su poder sobre otros para mostrarse altivo o hacer injusticias; impone su voluntad, con razón o sin ella: es despótico, altanero, soberbio”. Esta es la perspectiva más común, la de mayor consumo popular. Mejor: la opinión generalizada —dijo, en tono concluyente, el Maestro de Yarkara. Y siguió:

—En otras palabras: el prepotente se caracteriza básicamente por ejercer, de manera engreída, odiosa y abusiva el poder que ostenta. Generalmente lo hace con arrogancia e investido de una falta de humildad desesperante. Podría ser presa fácil de la soberbia. Resulta curioso que el prepotente siempre acusa de prepotente a aquel que no hace las cosas como él espera, desea y entiende que debe ser. Actúa en forma fiera y destructiva, como con odio, cuando alguien se opone a sus designios. O cuando percibe en alguien a un adversario que podría amenazar o poner en riesgo su posición. Le declara la guerra a quien no satisface sus aspiraciones, aunque éstas sean improcedentes desde cualquier ángulo o perspectiva. Con tendencia a la insensibilidad, demuestra tener poco interés por ayudar a los demás y tiende a darle de lado al qué dirán. ¡Es sordo! Él es él y nada más, actitud que se aproxima al culto a sí mismo, asumiendo poses propias del vanidoso y, a veces, del narcisista. Ser bondadoso, amable, comprensivo y humanitario no es algo común en el prepotente, pues su ego es tan grande que le bloquea la visión espiritual, impidiéndole ver más allá de su centro de egolatría irritante. Ser presumido, vano, subjetivo, discriminatorio, injusto, mal amigo y petulante es muy común en el prepotente. Ese culto a su personalidad que muchas veces exhibe con su vestuario  estirado, como si su vida fuera un desfile de moda permanente, también caracteriza al prepotente. Pensar que todo lo sabe, que todos los conocimientos que a través de los siglos ha acumulado la humanidad se concentran en él, es propio del prepotente, pues absurdamente confunde la relación poder/sabiduría. Ahora bien, los pocos conocimientos que quizás posee no los transmite ni los divulga, ya que ser egoísta —y no sembrador de saberes— es su anhelo mayor. Es por esto que tal vez siente envidia del que vive enseñando con el ejemplo y con la palabra.

Y el Maestro de Yarkara, ya viendo acercarse la hora de finalizar su exposición de esa mañana, hizo énfasis en ese punto referido a la envidia:

—Afectado por esa misma corriente de envidia, el prepotente no resiste que alguien a su alrededor se destaque o haga público lo que sabe. Por ejemplo: él no acepta, bajo ninguna circunstancia, que, en su centro de trabajo, otro, y no él, ejerza influencias sobre el jefe o goce de la confianza de éste. Cuando esto ocurre, acusa al que considera su rival de tener delirio de grandeza, pero ocurre, irónicamente, que el megalómano es él, que muchas veces, envenenado por la envidia, arrastra a sus superiores a cometer errores lamentables.

Y así concluyó el Maestro:

—Finalmente, una hipótesis: desde el punto de vista espiritual y emocional es posible que no haya sosiego en la vida interior del prepotente, aunque sonría con una mueca cínica y diga que es el más feliz del planeta.

Ocurrió en aquel salón algo inesperado: un cerrado aplauso que duró hasta poco después de que el Maestro de Yarkara se perdiera por el hueco amplio de la puerta de salida.