Cuarto día: el perdón y la venganza
Silencioso, vestido con una bata blanca, caminando con esa parsimonia que le era tan característica, el Maestro de Yarkara, por cuarto día daba ejemplo de invariable puntualidad: a la hora exacta se colocaba ante el pódium, observando con mirada dulce y suave a ese auditorio ansioso de oír su palabra sabia, proveedora de ese alimento espiritual que todos buscaban en ese retiro en la montaña que los mantenía alejados de las contiendas propias de la cotidianidad humana.
—Ayer ustedes sugirieron múltiples e interesantes temas que podría yo abordar durante el tiempo que permaneceremos asistiendo a este Templo de Meditación de Yarkara y todos me han parecido trascendentes —así dio inicio el Maestro a su cuarta intervención.
Calló. Guardó silencio por unos segundos como buscando con su inquisidora mirada alguna reacción o quizá esperando a que alguien expresara alguna inquietud, alguna duda. ¡Pero nada! Todos, concentrados en el Maestro, impasibles esperaban la reanudación de su discurso.
―Sí, he meditado mucho desde ayer sobre cada uno de esos temas —dijo con humildad inocultable, agregando—: la gratitud, la vida y la muerte, la envidia, el perdón y la venganza. ¡Todos! Y especialmente este último, muy apropiado para esta época del año en que recordamos al Jesús nacido en Belén, quien, hecho hombre, con su sacrificio nos dio el más elevado ejemplo del poder, de la fuerza del perdón cuando el amor es su fuente—reflexionó el Maestro.
La joven que había sugerido el tema del perdón y la venganza emitió una sonrisa de satisfacción y el Maestro percibió en su mirada un brillo que denotaba alegría, pero sin asomo ninguno de vanidad, sino de regocijo espiritual, reflejando la pureza de su alma. El color de su rostro adquirió un encendido y como queriendo contagiar su emoción miró al joven que se sentaba a su derecha cada día, en la hilera de asientos que daban a la pared de la parte sur del salón.
—¡Hoy hablaremos sobre el perdón y la venganza y les diré por qué! —anunció y prometió el Maestro de Yarkara. Y esto dijo:
―La ausencia del perdón es cada vez mayor en este mundo y a ello se debe la presencia cruel de la venganza y del rencor, dos sentimientos negativos difíciles de desterrar de nuestro ser; mientras menos estemos dispuestos a perdonar y a olvidar experiencias desagradables que nos han causado otros, más fácilmente sucumbiremos ante esa fuerza negativa que nos empuja a cometer actos vengativos que sólo pueden conducirnos por el camino de la perdición y de la agonía espiritual ―fue la motivación del tema hecha por el Maestro.
El Maestro prosiguió, concentrando su mirada dulce en un punto perdido de aquel amplio salón donde reinaba la paz y solamente se oía su voz. La concentración de todos fue total; solo algún canto melodioso de ave montañesa competía, a veces, con la voz serena del Maestro de Yarkara. Pero él, como en una especie de desconexión del mundo terrenal, continuaba:
Hay en el perdón una fuerza espiritual liberadora que genera en lo más hondo de nuestro ser una inexplicable sensación de paz interior, de agradable sensación de libertad que hace renacer en nosotros las ganas de amar y de reiniciar la vida. Con el sentimiento de venganza ocurre todo lo contrario: nos sentimos esclavos de una angustia extraña que nos devora y aprisiona nuestro ánimo, sumiéndonos en una agonía atroz que nos ciega y nos impide ver cuán equivocados estamos. Y es que ser vengativo es ser suicida, pues morimos en cada ráfaga de odio que emana de esa fuerza negativa que volcaniza nuestro interior.
El sentimiento de venganza es como una termita que, sin darnos cuenta, nos corroe dentro, muy profundamente sin que podamos advertirlo. De aquí que cada acto de venganza sea una batalla perdida en el plano espiritual. La venganza clama por sangre, el perdón no; la venganza es camino hacia la sombra, hacia la confusión; el perdón es camino hacia la luz y el entendimiento. Aquel que vive alimentando el sentimiento de venganza muere lentamente y en torno a él lo trágico exhibe su feo rostro. El que perdona está mucho más cerca de la felicidad que el vengativo y casi siempre le rodea la paz y el amor. Es, la venganza, un peligroso laberinto donde todo es oscuro; el perdón, en cambio, nos conduce por un sendero iluminado en el que podemos alcanzar a ver el horizonte azul de la vida. El vengativo, dispuesto al desquite, a causar daño a quien le ha ofendido, tiene atormentada el alma y sufre. Carente de la evolución espiritual necesaria no es capaz de asimilar el pensamiento sabio del pensador francés François de La Rochefoucauld cuando dice: «Vengarse de una ofensa es ponerse al nivel de los enemigos; perdonársela es hacerse superior a ellos». Y en esta misma línea de pensamiento, debemos tener presente este consejo bíblico, que aparece en el libro Romanos: «No devuelvan mal por mal».
En verdad, amados mios, pocas cosas pueden causar más placer que el perdonar; pocas acciones del hombre pueden producir mayores energías positivas que la acción de perdonar. Decir «te perdono» —dos palabras, nueve letras— puede transformar dos vidas o más…hasta pueblos enteros. Escoger un día —una mañana o una noche quizá— y reflexionar a partir de ese sentimos negativo que quizá anidemos, con razón o sin ella, contra alguien cercano —un amigo que nos ha traicionado, un vecino impertinente, un hermano desleal o un compañero de trabajo fastidioso— puede constituir un buen comienzo para ejercitarnos en el perdón como fuerza espiritual liberadora. ¡Hagan la prueba!
El Maestro de Yarkara nuevamente guardó silencio. Vio lágrimas en algunos ojos de los allí congregados. Y sonrió. Sabía que sus palabras habían tocado corazones angustiados o arrepentidos. Era una señal de esa liberación espiritual a la que él se había referido. Y concluyó magistralmente así:
—Amanecer con un perdón en los labios para armonizar es una hermosa y positiva manera de iniciar un nuevo día, que podría ser –según la dimensión de lo perdonado– el inicio de una nueva vida. Yo lo he hecho y el resultado ha sido maravilloso: ver el rostro sonriente, feliz, de uno de mis hijos.
Luego de concluida su conferencia, no hubo preguntas: sólo silencio y embeleso. El Maestro, emocionado al ver rostros compungidos, también dejó rodar por sus mejillas algunas gotas de agua salada. Lentamente bajó del escenario y se dirigió hacia la puerta de salida.