Robert Sapolsky, profesor de biología y de neurociencias en la Universidad de Stanford, E.U.A. ha sido desde hace tiempo uno de mis ídolos. Su texto “¿Por qué las cebras no tienen úlceras? del 1994, pudiera decirse que me convirtió en uno de sus fans, y siempre busco sus libros, artículos y ensayos. Su libro “Behave” del 2017 es simplemente ya un clásico.
Al encontrar su escrito en la revista Nautilus, en mayo de este 2019, lo imprimí y lo he leído varias veces. Trata sobre el cerebro adolescente. Una de las causas, porqué no decirlo, es por el alto porcentaje de jóvenes que votarán por primera o segunda vez en nuestras venideras elecciones políticas nacionales (creo que leí que un 38% de nuestros votantes estarán entre los 18 y 30 años). Sapolsky apoya, y muestra el por qué, la teoría de las actuales neurociencias que señalan al cerebro adolescente y juvenil como un cerebro totalmente emocional y algunos hasta dicen, aún no humano.
Muchos sabemos que el cerebro madura podando o eliminando conexiones que no necesita. La primera gran poda ocurre al nacer y la segunda al madurar sexualmente, o sea, al entrar en pubertad. Pero hoy día, las neurociencias reconocen una tercera poda, alrededor de los 25 años, cuando terminan de madurar los lóbulos frontales cerebrales, sobreexcitados en la adolescencia por hormonas y principalmente dopamina. No que esto sea el gran descubrimiento científico, ya que Shakespeare en su Cuento de Invierno (1623) escribió: “Quisiera que no hubiera edad entre los diez y los veintitrés años, o que la juventud durmiera durante el intervalo, pues entre las dos edades no hay otra cosa sino muchachas embarazadas, viejos insultados, robos y peleas.” Claro, el gran bardo no sabía el por qué, que ya hoy conocemos.
Por supuesto, hay algo especial en Sapolsky, durante 20 años, todos los veranos los pasaba en Kenya, Africa, estudiando directamente en el campo, mecanismos estresores en una misma tropa de monos babuinos y cuando escribe, evidentemente, trae como ejemplos sucesos o datos sobre sus muy estudiados monos.
Un punto interesante es que entre los animales sociales, en los primates, al llegar a la adolescencia los jóvenes machos abandonan su grupo, por ellos mismos, sin ser forzados a hacerlo, y buscan otro grupo al cual integrarse. Una excepción notable es el chimpancé, recordemos, nuestro primo más cercano con casi un 99% de ADN idéntico al nuestro, donde es la hembra la que abandona su grupo natal y pasa a otra tropa. Creo que en muchas culturas humanas es también la mujer la migrante. Son mecanismos conductuales ancestrales para evitar el incesto, algo fuertemente grabado en los mamíferos y algunos otros grupos de vertebrados.
Bien, leyendo las peripecias del cerebro adolescente tanto en monos como en humanos, recordé otro ensayo de Robert Sapolsky.
Casi todos reconocemos lo que significa la expresión “macho alfa” (“pato macho” decimos por aquí). Es el jefe de la manada, del grupo, de la tropa. Esta expresión fue acuñada por L. David Mech, estudiando lobos, lo que aún hace como investigador del departamento de vida silvestre de la Secretaría del Interior en los Estados Unidos, lo que vendría a ser nuestro Ministerio de Recursos Naturales.
En casi todos los animales sociales existe una jerarquía y el “macho alfa” es el primero de todos en todo. En la obtención de alimento, en tener sexo con las hembras, el que decide por donde y cuando se mueve su grupo, su manada o su tropa.
Curioso que de nuevo, un escritor se adelantase, en este caso a este concepto de jefe. Jack London, a inicios del 1900, con sus libros “The Call of the Wild”, traducido como El llamado de la selva y con “White Fang” (Colmillo Blanco) describiendo aventuras con lobos en el noroeste del continente americano escribió sobre jefes macho y jefas hembras entre estos mismos animales.
Aunque es en monos y antropoides donde más escritos y estudios podemos encontrar sobre las jerarquías en animales y sobre cómo llegar a ser un “macho alfa”, los ya famosos “espaldas plateadas”, entre los gorilas. Pero Sapolsky escribió una joya hace unos años. Por sus conocimientos de 20 años de un mismo grupo de monos pudo observar y estudiar que ocurría con el “macho alfa” cuando era destronado de su rango.
Por lo general el “macho alfa” es abusivo y siempre está gruñendo, mordiendo, empujando, golpeando, asustando a los demás y en especial a los machos números dos y tres de la jerarquía, los que a veces le desafían en intentos por suplantarlo. No se preocupa de los otros machos y jóvenes en la escala menor de la jerarquía, y si lo hace es solo de pasada. De repente se observa al “macho alfa”, o al segundo o al tercero o a los tres atacando con saña y rabia y mordiscos al miembro número 14 del grupo, produciéndole heridas profundas y sangrantes. Oh, ¿y por qué? Muy simple, ese macho número 14 en la jerarquía era el antiguo “macho alfa” del grupo.
La vejez, la pérdida de agilidad y de fuerza, de buena visión, la artritis en las articulaciones, le hicieron perder su puesto de “macho alfa” de su grupo.
Y algo llamativo, no parece importar si el antiguo “macho alfa” era justo y juicioso, o si era un déspota y abusador (hay personalidades entre los primates), como quiera será el individuo más atacado, más gruñido, empujado y mordido y molestado de todo el grupo.
Sapolsky relata que casi un 20 % abandona al grupo y se va a vivir solo en la sabana, donde su vida será corta por el ambiente que le rodea. Otros emigran a nuevos grupos donde estarán en el sótano de la jerarquía, pero no serán molestados. El pequeño porcentaje que decide permanecer con su tropa, regularmente protegido por hembras, no tiene más remedio que evitar cruzarse con los nuevos jefes. Cuando se equivoca y cruza distraído por su camino, lo paga caro.
¿Será por eso que nosotros los humanos, primates al fin, nos negamos a dejar de ser “machos alfa” en cualquier jerarquía que compartimos? Quizás, es posible.
Es bueno, muy bueno ser el “macho alfa”, pero es malo, muy malo haberlo sido.