La semana pasada compartí con el equipo de la Fiscalía del Distrito Nacional uno de esos actos que podrían parecer rutinarios y protocolares. La verdad es que suelo participar en pocas actividades institucionales fuera de mis funciones como técnica en el área de violencia contra la mujer. De hecho es la primera vez que asisto a una ofrenda floral en el Altar de la Patria y luego de haber vivido la experiencia me sigo confirmando en mi pensar de que absolutamente todo ocurre en el momento en que tiene que ser por cotidiano que parezca, así sea una visita a honrar a los Padres de la Patria en otro febrero con sabor a bandera y carnaval.

Mi lugar de trabajo está ubicado en la Ciudad Colonial, en la emblemática calle Hostos, justo  una cuadra antes en que se curve, pareciendo elevarse al cielo para llegar a la esquina donde cada domingo el grupo Bonyé protagoniza la fiesta más inclusiva e intercultural que podamos disfrutar en la ciudad. Este es mi inspirador contexto de trabajo cada día. 

Para cuidar mi salud mental, cuando puedo evito la brega con el tránsito, ese día decidí dejar el carro en la oficina y caminar a pie hasta el parque independencia, solo una botella pequeña de agua y los lentes de sol me acompañaron en el camino, en una mañana fresca de esas que estamos pudiendo disfrutar en estos días.

Hasta ese momento asistía a la convocatoria institucional que implica el saludo a la Titular, el encuentro con los compañeros y compañeras, las conversaciones de temas y trámites pendientes que se solucionan en estos espacios. La nostalgia se hizo presente cuando inició el himno nacional interpretado por una banda de la Marina de Guerra, quienes nos precedían en el acto. Las bandas en vivo me transportan rápido y directo a mi infancia, tienen un gran poder, imagino que por la frecuencia y el disfrute que significaban en aquellos tiempos. Escuchar aquella música me puso la "piel de gallina" de la cabeza a los pies y dejó de existir todo alrededor, solo me dejé guiar por la emoción de estar en aquel parque, escuchando aquella música y participando de aquel acto tan simbólico. Caminamos, entramos, cantamos el himno, esta vez sin música y unas breves palabras que hacían alusión a esa libertad que damos por sentado, me devolvió a la realidad.

Al salir, la logística de la actividad me obligó a cambiar de dirección para mi regreso a la oficina, saliendo por el lateral del parque que da a la Bolívar.

Tengo que decir que nací y viví hasta los 9 años en esta zona de la cuidad, específicamente en la calle La Noria del barrio San Miguel y como un hermoso regalo, la vida me devolvió allí hace 12 años a trabajar. Caminar de vuelta a la oficina, esta vez por la calle Las Mercedes fue un momento especial cargado de nostalgia y recuerdos, un viaje a la niñez en imágenes, olores y sonidos. 

En el primer tramo encontré la casa donde de niña alguna vez me llevaron al dentista, ahora hay una tienda. Más adelante en la esquina con la Santomé, la barbería en la que papá se recortaba, que todavía existe, y donde en la actualidad se han filmado comerciales  y hasta películas. La calle Santomé la caminé de niña miles de veces en todas las direcciones, pues allí mi padre tuvo un negocio de sastrería por muchos años. Ese negocio que ayudó a un servidor público a levantar una familia de mujeres profesionales cambiando en lo adelante la historia familiar. En aquella esquina me detuve, hacia la izquierda, las anchas escalinatas, la cuesta que lleva al edificio de lo que antes era Orientación para la Joven, la Capilla San Lázaro y de ahí a la avenida Mella, vía comercial más importante de ese entonces.

A la derecha, el camino hacia la Sastrería  El Sol, como se llamaba el negocio de papá y que ahora escribiendo caigo en cuenta de la simbología con lo masculino de él y lo mío plantado en el nombre que él escogió para mi, fascinante cómo nos vamos descubriendo cada vez.

Disfrutando realmente el paseo me encuentro con la iglesia Las Mercedes, luego el recuerdo de los dulces y los "frio frio" de María La Turca; el parquecito en forma de triángulo que es el preludio del edificio donde estaba mi Colegio Serafín de Asís. Aquí estudie desde los 5 años en Pre primario, con sor Inmaculada "cacaíto" y hasta los 17 que me gradué de bachiller, con sor Inmaculada Ríos, una gran mujer consagrada que me enseñó  importantes cosas de la vida y que llevaré en mi corazón para siempre.

Hoy funciona allí la Escuela República de Argentina y llegaron todos los recuerdos como un chorro de nostalgia cuando me detuve para mirar mi colegio, mi historia, mi vida, innumerables escenas para ser compartidos en un artículo.

Llegan a mi mente mis padres y hermanas en cada etapa; las compañeras y amigas; las monjas conservadoras y las más liberales, las estrictas y las que me consentían. Los castigos en el patio bajo el sol;  las celebraciones y las visitas a "la dirección". Los días de cada mes de mayo en procesión a llevarle flores a La Madre María a primera hora de la mañana; Las semanas con pañuelos cubriendo las cabezas para evitar el contagio en una nueva plaga de piojos; los turcos de guayaba, carne o queso a la salida o la necesidad de sujetarnos las faldas para evitar que nuestra ropa interior se reflejara en los espejos que los chicos llevaban en los pies; el grito desde la calle Duarte del novio de una compañera declarándole su amor en medio de la clase de Literatura y el boche de sor Ángeles "por ese espectáculo de mal gusto"; en fin, toda una vida frente a mis ojos y mi corazón en una mañana de lunes por una calle que transito en carro cada día.

Tal vez ese día estaba más conectada con mi mundo emocional, más sensible, quizás más vulnerable, o tal vez esta posibilidad de que nuestros pasos nos lleven  atrás como una película en la que somos protagonistas, es robada por una ciudad en la que cada vez es más difícil caminar a pie. De igual forma lo agradezco, lo atesoro y por supuesto lo comparto.