Releo un cuento que me parece perfecto. Se titula “El llamado” y trata de la duración en el terreno de los afectos. Lo escribió Arturo Echavarría (1938-2020). Arturo fue mi profesor a mediados de los noventa en la Universidad de Puerto Rico, un período que en mi historia personal correspondió a ese momento en que uno no sabe qué rumbo tomar. Su seminario sobre la novela hispanoamericana me activó el interés en conocer más a fondo la obra de Carlos Fuentes. Se habrá dado cuenta de ese empeño porque al entregarme el ensayo final me invitó a seguir con él un curso independiente en torno a la producción del mexicano. En esas conversaciones empezó a gestarse una amistad que no disminuyó con las derivas de la vida ni los largos hiatos.

 

Arturo era peripatético en su estilo de enseñanza. Acostumbraba a citarme en el cuadrángulo de Humanidades, el cual recorríamos hablando de la función del mito en Terra Nostra, de la deuda de Fuentes con Vico en Valiente mundo nuevo o de las convenciones del género detectivesco en Una familia lejana. También hablábamos de mí. En eso Arturo era más socrático que aristotélico. Se interesaba por mi formación y por entender los caóticos procesos e inquietudes intelectuales que me asolaban. Un día en que la conversación desembocó en los estudios de postgrado, me dijo con total convicción: “Váyase a estudiar a Emory”. Ese consejo definió mi carrera.

 

Al pasar de los años nos volvimos a encontrar en múltiples ocasiones, pero ya no hablábamos de Fuentes ni de ningún otro de nuestros héroes de entonces. Me cautivaba más el formidable escritor que tenía enfrente, autor de cuentos impecables como “El retrato chino” y “La isla en el horizonte”. Por la manera en que a Arturo le brillaron los ojos una vez que le comenté su predilección por las oraciones cortas a la Henry James, intuyo que esta faceta de su brillante trayectoria era la que más satisfacciones le daba.

 

La última vez que lo vi fue en el verano de 2019 en Madrid, en la puesta en circulación de su novela Como el aire de abril en Casa de América. En el ejemplar que me dedicara se despidió así: “Con el afecto siempre vivo”. Vivo está igualmente el mío hacia un entrañable amigo y maestro.