El muchacho se acercó al auto. Pretendía hacer lo mismo que hizo otro joven dos semáforos atrás. No debía llegar a los 19 años, estaba flaco, su ropa lucía ajada, sucia, y definitivamente no era de su talla. Cuando lanzó la esponja sobre el cristal, le hice señas desde dentro con un gran ¡NO! que salía de mi boca. No fui violenta ni grosera, me abstuve de los habituales coños que uso para casos necesarios, este no lo era. Al verlo tan dedicado en su hacer y siendo que el cristal, antes prolijo, ahora lo estaba más, le dije: –Otro ya lo hizo dos esquinas antes.- El muchacho me miró, alzó los hombros en franca señal de “no importa”, me regaló una sonrisa de esas vacías que andan por ahí –vacío de hartazgo, apatía, desesperanza, cansancio y falta de fe– y siguió en su rutina de mojar y lustrar.
La luz roja duró un rato más. Él terminó con el cristal delantero y como quien busca lo que no se le ha perdido, se alejó caminando hacia otros automóviles. Mientras, me quedé pensando por qué siguió con su faena luego de haberle dicho que no le pagaría. Eran más de las diez de la noche. ¿Quién está limpiando cristales a esas horas? Yo no sé las razones, ¡no! Para nada. Yo venía en mi auto clásico-viejo del 96, con aire acondicionado, de un destino hacia otro. Desde donde partí, dejé a alguien, hacia donde iba, me esperaban. No había mal olor en mis axilas, estaba bañada, olía a coco con vainilla. Vestía mis cómodos pantalones de mezclilla rotos y una de mis camisetas de algodón, perfectas para este clima caluroso de julio; y lo más importante, había cenado.
No tenía, ni tengo, idea de la vida de ese muchacho flaco y de aspecto que no “inspira confianza”, porque vivimos en un mundo donde la confianza es directamente proporcional a cómo luces. Quizá seguía en lo suyo para evadirse de una realidad que no le deja más opciones, quizá no quería regresar solo al muro que da al contén de la calle, puede ser que estuviera haciendo tiempo para no llegar al barrio, donde estaría su precaria vivienda, con un padre adicto y abusivo, o será que no tenía la cantidad de dinero necesario para completar el día, o peor todavía, no tenía qué más hacer. Ignoro todo sobre su realidad, que sería la realidad de muchos que como él se pasan el día en las calles. Con estos muchachos uno se tropieza en las esquinas, cuando no los insultamos, los estamos ignorando, son una verdadera molestia, ¿verdad?, pero una muy breve, pues a la siguiente cuadra del encuentro apenas recodarás que dejaste dos o tres atrás, tu mente apenas los registró.
Menos sé de aquellos que son violentos si no aceptas sus servicios. Esos que te insultan a ti, en vez de tú a ellos, los que te arrojan violentamente la esponja sucia sobre el auto y crees que si no avanzas pronto, te atacarán directamente. No lo sé porque su realidad me es ajena y no me he tomado el tiempo de conocer sobre ella. Yo tengo las tres calientes seguras en mi casa, así sea huevo frito con arroz blanco, ¿ellos? No lo sé. Yo, tú, –me atrevería a decir que casi todos– ignoramos todo sobre ellos, porque son como una especie de segmento social que debe permanecer a nuestro margen. Bien lejos, donde no molesten, donde no sean incordio ni estorbo.
Justo cuando termino de armar estos párrafos, leo que la Alcaldía de Santiago de los Caballeros ha prohibido la presencia de limpiavidrios en los semáforos de esa ciudad. Así, además de no saber nada sobre ellos, también procuramos no verlos, que no estén, hacerlos desaparecer. Como si hacer tal cosa solucionara algo.
Pobre de nosotros, que insistimos en deshacernos de nuestros síntomas, escondiéndolos, pintándoles un poquito la cara o adornándoles el frente. Pobre de nuestro Estado, nuestras instituciones y la sociedad en general, que no encara sus problemas. Y es que un limpiavidrios no es un problema, sino que es un síntoma. Es un indicador de una sociedad que margina y excluye. Es señal de la abismal inequidad que nos distingue, del déficit en educación, salud, y la falta de oportunidades. No hay manera de esconder estos problemas, porque la pus saldrá de todas formas en cualquier esquina, no solo de Santiago sino del país completo, y no siempre será en forma de un limpiavidrios. Así pues, seguiremos creando segmentos en nuestra periferia social, otros limpiavidrios, pedigüeños, ladrones comunes, administradores de puntos de droga, y cualquier tipo de síntoma que refleje lo mismo. Nuestra sociedad nunca fue más desigual.