En la última década se han incrementado las denuncias a políticos envueltos en actos corrupción, sobre todo en relación a villas, casas, complejos turísticos y compañías por acciones (generalmente turísticas, de medios de comunicación o de construcción). Se descubren funcionarios que hacen uso particular de las tarjetas de crédito; abundan las compras y contrataciones sin licitación, los sueldos para amigos y familiares sin desempeñar cargo alguno, la utilización de vehículos y servicios de empleados públicos para negocios  personales, la repartición de hoteles y complejos turísticos del Estado -o, lo que es lo mismo, del pueblo-. Del mismo modo, funcionarios y políticos de partidos de la oposición han sido acusados de tener vínculos con reconocidos narcotraficantes. Sin embargo, más allá de algunos pateos mediáticos, ninguno ha  salido a defender su honor y su responsabilidad pública frente a los ciudadanos.

Más ácidos son los comentarios, al pie de las noticias, de los ciudadanos lectores, quienes con nombre, apellidos y fotografía acusan a funcionarios y políticos de corruptos, narcotraficantes, ladrones y demás epítetos que nunca deberían ir asociados a nadie que se respete.

Estas denuncias públicas, llevadas a cabo por algunas figuras en medios de comunicación y por lectores, son una muestra de que la sociedad dominicana está avanzando. En concreto, las ocasiones en que los acusadores expresan su indignación sin usar seudónimos suponen un ejemplo de que algunos ciudadanos no le tienen ese miedo al poder tan característico de la sociedad dominicana.

Lo que más llama la atención es: ¿por qué los que están bajo sospecha no explican a través de los medios de comunicación y de cara a los ciudadanos el origen de sus fortunas? ¿Por qué no defienden su honor a través de los medios legales e institucionales que la Constitución y las leyes ponen a su alcance? ¿Por qué la mayoría no han podido responder con argumentos convincentes a los cables de WikiLeaks?

En un primer momento pensé sentarme en el escritorio y tratar de dar respuesta a mis interrogantes en la forma histórica como se fraguaron los liderazgos históricos en nuestro país, la debilidad orgánica de los partidos, la permisividad de la cultura política dominicana y la presión del clientelismo.  Pero se me ocurrió hablar con un amigo funcionario miembro del partido en el poder, cuyo comentario fue: "Yo creo que no todo lo que se denuncia es cierto, pero de que  hay muchos corruptos, los hay". "¿Y por qué los partidos de oposición no usan los mecanismos legales y su capacidad de movilización para pedir responsabilidades a los funcionarios señalados?", le pregunté. Me contestó: "¡Ah! Es que ellos también están embarrados, y si nos atacan les sacamos su cartilla; nosotros la conocemos y tenemos los expedientes… ¡que nos sometan para que sepan si el gas pela y la gasolina empolla! Es por eso que no pasan más que de denuncias y palabrerías a través de los medios de comunicación".

Tomé un sorbo del café del que compartíamos mientras pensaba: "Claro, en ninguna democracia del mundo los partidos están vacunados contra la corrupción";  entonces le pregunté: "¿Y qué hace la élite política, los máximos líderes de los partidos? ¿Cómo permiten que esos funcionarios pertenecientes al gobierno actual sigan en sus cargos públicos y esos personajes de la oposición sigan representando a su electorado, cuando sus acciones desprestigian al Estado y a los partidos mismos y dañan la legitimidad de la democracia?" Me contestó: "cuando los liderazgos se cimientan en la permisividad es muy difícil dar macha atrás, por eso es imposible que puedan pedir cuentas a sus funcionarios y a sus subalternos; hay muchas deudas adquiridas, recursos económicos disponibles, agradecimientos por el escalón alcanzado, lealtad de cuando aún el líder no era nadie, e informaciones no reveladas".

Debo manifestar mi agradecimiento por la sinceridad de mi amigo, pero reconozco que cada vez que hablaba me embargaba ese sentimiento al que tanto le corremos: "estamos jodidos, mi hermano".  Y pensé: "pueden sacar a las calles al león, a papá, a mamá o al abuelo si les da la gana; pueden viajar por el mundo, hacer conferencias, foros, consultas, prometer más tarjeta solidaridad, ganar las próximas elecciones, asegurar "tolerancia cero contra la corrupción", comprar periodistas y silenciar intelectuales pero, no nos engañemos,  con esa élite política no saldremos adelante. Está castrada para hacer las transformaciones que la democracia dominicana necesita para que podamos vivir con dignidad y decoro, debido a cómo han construido sus liderazgos, a los compromisos adquiridos al margen de la legalidad institucional y a su visión raquítica de los desafíos que como democracia tenemos por delante.

La desesperanza ciudadana no se acumula de la noche a la mañana, como Trujillo no apareció de un día para otro, sino que es fruto de los repetidos abusos de los recursos públicos y de la confianza ciudadana, de la corrupción estatal sin castigo, de la inseguridad e incertidumbre permanente y de la oposición sin propuestas creíbles. Tampoco la democracia se transforma sólo con unas elecciones. Hace falta cambiar la forma y el fondo de ver y hacer política, y eso es mucho más que discursos chabacanos o bien elaborados. Construir una democracia de calidad supone talento político, y la élite de los partidos ha demostrado que de eso carece.

Para bien de la democracia dominicana existen organizaciones civiles y ciudadanos con nombre y apellidos que denuncian y proponen, y políticos, dentro y fuera de los llamados partidos tradicionales, que pueden marcar la diferencia. Esa es nuestra esperanza y desde ahí podemos reconstruir.