Siempre me ha fascinado el hecho de que las palabras, como los genes, se transmiten, desde tiempos muy lejanos, de generación en generación. El caso de mi madre me parece particularmente interesante, porque muchos de los vocablos que utiliza son, en mi opinión, antiquísimos, mucho más que el santo de palo que heredó su hermana y el jarrón del padre Borbón, fabricado en Francia, que heredó ella. Es posible que su origen y etimología sean oscuros precisamente por su antigüedad.

Hay palabras que me parecen de origen francés. Quizás llegaron durante la Ocupación Haitiana o durante la Era de Francia. Así, cuando, de niño, era reacio a apurar aquella horrible taza de café amargo en cuyo centro flotaba un ojo del muy purgante aceite de higuera, mi madre me animaba a bebérmelo cul-cul. A lo mejor esta invitación a beber sin tardar viene de “cours, cours” (corre, corre, en francés) o haga referencia al “culo” – cul, en francés- de un vaso, en cuyo caso sería equivalente del “vasito boca abajo” de los borrachones. Otra de sus frases favoritas es “moché- moché” o moché por la moché, equivalente del más criollo “serrucho”. Es evidente que su origen es moitié, (mitad, en francés).

Otras palabras parecen tener origen árabe, aunque no aparecen en el diccionario. Un muchacho, que como yo, era flaco, no es para mi madre un alfeñique (como aquel que, en la última página de Mecánica Popular, propinaba, luego de aplicar el método de Charles Atlas, una paliza a un abusador), sino un alicrí. y el exceso de pelo que tenía entonces no era ni melena ni greña sino corbeja.

Como toda dominicana, mi madre suaviza con reticencias las palabras malsonantes o, según dice ella misma, los dichos que surgen como fruto de su cólera o sorpresa. Pero lo hace de una forma bastante personal. Donde casi todos usan cógelo, concho, cónchole, mi madre usa el más rural cojollo. Donde casi todos utilizan miérquina para sustituir el dicho que no precisa ser mencionado aquí, mi madre utiliza el miércoles, alargando su primera sílaba para hacer énfasis. Y ya que estamos en temas escatológicos, mi madre no dice cica (o sica, o zica, la verdad es que no lo sé), como todo el mundo, sino que recurre a un vocablo más oscuro: fete.

De todos los arcaísmos que usa mi madre, sin embargo, el que más me gusta es faldriquera, o faltriquera, pequeña bolsa de tela que usaban bajo el delantal o la falda las mujeres de antaño, como su abuela Mama Chucha. Podría pensarse que esta palabra procede de falda. Pero su origen no hay que buscarlo en el franco o en el antiguo alto alemán. Su origen es más hermoso. En mozárabe, ḥaṭrikáyra significa “lugar para chucherías”. Desde la Edad Media hasta bien entrado el siglo XX, las faltriqueras contenían cosas de poco valor, como cajas de fósforos, pañuelos para limpiarse, dedales, hilo, agujas, chambras, llaves, y monedas de poco valor, acaso motas en el caso de Mamá Chucha.

Culcul, moché, corbeja, alicrí y los dos sustantivos escatológicos mencionados: He aquí un ramillete de palabras cuyo origen merece ser clarificado. A lo mejor el maestro Roberto Guzmán se anima.