Paul Ricour ha estudiado hasta la saciedad por qué la escritura constituye la plena manifestación del discurso. Y ha  demostrado cómo en la metáfora los diferentes conceptos se unen para dar apariencia  de solidez y profundidad. La metáfora es un lenguaje traslaticio que compara las cualidades de dos cosas entre sí.  Pero en el símbolo se  asimila más de lo que percibe una semejanza. Paul Ricour dice respecto del símbolo que “al asimilar unas cosas a otra, nos asimila a lo que de tal modo es significado”. Por eso, “hay más en un símbolo que en cualquiera de sus equivalentes conceptuales”.

Quienes han leído el artículo de Leonel Fernández titulado “El plan para desacreditar a Buda” podrán entender con toda claridad la transustanciación que se produce de la metáfora al símbolo. A nadie hay que explicarle de qué está hablando Leonel, la elipsis hace innecesario mencionar a Quirino; Buda desenvuelve una serie de acciones que juntas constituyen la continuidad estructural de la narrativa, y los papeles formales del relato se definen por los predicados de la acción. Buda supera con éxito todas las pruebas desplegadas para desacreditarlo, Buda hace surgir una jerarquía espiritual que hace polvo toda la maledicencia que pretende dañarlo. Buda construye una coraza infranqueable con Las cuatro verdades, y todos cuantos han albergado celos, resentimientos y envidia contra él se estrellan contra la muralla de su paz interior y su renuncia a la riqueza. Buda se ganó el respeto de la multitud, que lo amaba y seguía crecientemente, y terminó aplastando a los heréticos.

Leí dos veces el artículo porque jamás creí que su megalomanía llegara a construir una imagen en la cual el pueblo es apenas un fisgón de sus dioses.

Las vicisitudes de Buda son aquí una metáfora de lo que le está ocurriendo a Leonel Fernández; pero Leonel Fernández se transforma en un símbolo, como si él fuera un Buda expectante a la espera de su milagro. De ésta forma entra en el simbolismo de lo sagrado. Mircea Eliades ha estudiado el simbolismo de lo sagrado, y si algo queda claro es que lo sagrado se manifiesta como poder, como fuerza. La transustanciación entre Buda y Leonel Fernández no es cosa de poca monta, porque Buda es “El iluminado”, con lo cual Leonel Fernández pasaría ser “El León iluminado”. Y no se crea nadie que estoy bromeando, hace ya mucho tiempo que Leonel Fernández dejó nacer e instalarse en  su siquis, un espantoso derecho de asilo a la egolatría en el seno mismo de su práctica política; y es el país el que ha pagado el narcisismo de un ser sobrenatural a quien debemos agradecerle que su efluvio celestial y su inteligencia prodigiosa nos haya guiado en las turbulentas aguas de la existencia.

Él no tiene que decírnoslo, porque, como afirma Paul Ricour,  “hay más en un símbolo que en cualquiera de sus equivalentes conceptuales”. Auto-significarse como un Buda tropical, un “León iluminado”, es sobreconstruir el horror de alguien que se ha estremecido por todos nosotros, que ha juzgado por nosotros, que ha reflexionado por nosotros. Y un Buda está excluido de todo esfuerzo de explicación. ¡Para qué responderle a Quirino, si, a fin de cuentas, los heréticos serán derrotados!  ¿Estar instalado en el simbolismo de lo sagrado no me dispensa de captar lo escandaloso que me salpica? ¿Buda, acaso, hizo otra cosa que no fuera inhibirse, dejar flotar el sosiego y la tranquilidad de su don de iluminado? ¿No fueron derrotados los rufianes apenas con un soplo de la pasividad del SER?

Sin dudas, Leonel Fernández está dotado de una purga emotiva y atraviesa una crisis de imaginación en apuro que quiere ser ingeniosa. Pero Echar manos de Buda es un recurso insolente y una suprema audacia, que como huida lo hunde en el ridículo. Leí dos veces el artículo porque jamás creí que su megalomanía llegara a construir una imagen en la cual el pueblo es apenas un fisgón de sus dioses. Está sentado en la euforia magnífica de cantarse a sí mismo, y un solo movimiento compromete su percepción y su juicio. ¡Salve, Buda tropical, León iluminado, dulce redentor de la patria!

¡Oh, Dios!