“El Quijote no cree que la justicia, el orden social, el progreso, sean funciones de la autoridad, sino obra del quehacer de individuos que, como sus modelos, los caballeros andantes, y él mismo, se hayan echado sobre los hombros la tarea de hacer menos injusto y más libre y próspero el mundo en el que viven. Eso es el caballero andante: un individuo que, motivado por una vocación generosa, se lanza por los caminos, a buscar remedio para todo lo que anda mal en el planeta. La autoridad, cuando aparece, en vez de facilitarle la tarea, se la dificulta”. Mario Vargas Llosa.

 

Lo trágico de los idealistas, esos individuos ordinariamente achacados de “ingenuos” o de “idiotas”, o bien de ambos halagos a la vez, que sostienen la existencia de quimeras y utopías, que aún defienden la conmiseración del ser humano y que profesan el imperio de la razón por sobre todas las cosas, es que mientras estén rodeados de otros ingenuos idiotas con sus mismos criterios, alimentan el espejismo de que todos los escollos y que todas las contrariedades pueden solventarse bajo la diáfana luz del intelecto; de que todos, eventualmente, habrán de sucumbir ante la cordura y la sensatez. Ergo, valoran ese idealismo de la razón como su insignia y baluarte, hierro y a la vez blasón inexpugnables.

Sin embargo, el dilema de quienes reafirman la rúbrica que antecede, es que cuando sus intereses se colocan en inmediata oposición con la tremenda tiranía de las masas (lo cual, vale señalar, ocurre con irrisoria frecuencia) la faena se perfila aun más laboriosa que aquella a la que al Sol de hoy sigue condenado el viejo Sísifo en el Averno. Y cuando esas masas, cegadas por inherencia, resultan mediocres e indolentes, entonces nuestra ventura se perfila sórdida e insalvable.

Ante la inminencia de los comicios presidenciales que nueva vez, pretenden malograr este fracasado intento de nación, no me queda sino una lacerante y frustrante sensación de impotencia, la cual, salvo la improbable intervención de algún nigromante o de un albur misterioso, será ratificada este próximo veinte de mayo.

¿Qué de esperar de un pueblo, que cual víctima afligida de un Síndrome de Estocolmo, no sólo regresa donde sus captores, sino que los exalta, los adula, los protege y los auxilia en la ejecución de sus fines malsanos? ¿De un pueblo que olvida y que niega que esos monstruos que hoy le suplican el voto, NO son sus amigos, que no les interesa su bienestar y que es precisamente por su culpa que la República Dominicana hoy se encuentra al borde de un hondo acantilado?

Sea cual sea el desenlace de estas elecciones, nada cambiará, y si lo hace no será para bien del justo, ni del pobre, ni del honesto. ¿Es que no ha sido ya rebosado indicio de ello, el procaz despilfarro del erario público, la perpetua contaminación acústica y visual de las ciudades y la aniquilación total del sosiego general a que se ha visto subyugado el conglomerado social durante los últimos meses, producto de la imbecilidad de los pretendientes más sonados al trono y de sus abyectas campañas?

Pero eso es una digresión. Esta misiva no va dirigida a ellos ni a sus cegatos vasallos, sino a los otros, a los pocos, a los hidalgos; a los ingenuos idiotas, como yo.

Tal vez sea cierto que la hidalguía ha quedado fatigada, que el quijotismo ha sido postergado al romanticismo literario pregonado en los mitos de Cervantes. Aún siendo así, este veinte de mayo, voten, pero no por ellos. Aunque el efecto aparente de esa acción sea mínimo, quizá imperceptible, voten. El objetivo inmediato no es vencer, sino sobrevivir. Y que su misión no se agote allí. Edifiquen conciencia, eduquen, luchen, contagien a otros de esa cordura y de esa sensatez y en cuatro años, vuelvan a votar. El impacto será mayor. Entretanto dispónganse, como el Quijote, a combatir a esos monstruos, para escapar de una vez por todas de este vuelo onírico disfrazado de realidad.

Y es que Alonso Quijano no estaba loco; al contrario, era el más lúcido de los hombres. Nosotros, al igual que Sísifo, hemos sido condenados al trabajo inútil de elevar una roca hasta lo alto de una montaña, desde donde se nos resbala de entre las manos y rueda ladera abajo.

Pero nuestro escarmiento, a diferencia del de Sísifo, no es sempiterno. Algún día, a la llegada del alba, la piedra habrá de rodar hasta la cima y en esa oportunidad, no volverá a caer.