Eran las nueve de la mañana cuando Álvaro Guillén me llevó en su auto al cuartel policial. Me desmonté y allí mismo dividimos nuestros destinos. Álvaro siguió guiando en dirección a su trabajo, mientras yo me dirigí al interior del recinto.
Ya dentro me recibió Don Tomás Sosa, quien me había informado que fui víctima de una ratería. De inmediato me presentó al agente encargado del departamento de robos. Era un sargento rechonchón, grueso y de poca altura. El estómago parecía que iba a disparar los botones del uniforme. Me condujo al almacén de objetos robados.
–¿Usted reconoce algunas de esas cosas? –, preguntó.
El almacén consistía en una habitación de unos 16 metros cuadrados. Fui mirando los objetos uno a uno y haciendo una lista mental de mis cosas cotidianas. El registro resultó en dos camas, un paquete de sabanas, dos almohadas, una radio, unas chancletas samurái y varios pantalones, calzoncillos y camisas.
En efecto, más de la mitad de los ajuares de mi casa estaban ahí apiñados. — Todo lo que está en ese rincón – señalando con el índice, dije –, es de mi propiedad.
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El hecho, que ocurrió en el año 2007, es digno de un cuento largo. Pero por el poco espacio de esta columna tengo que contarlo corto.
Resulta que en esa época trabajaba para “PROGRESSIO”, organización internacional con sede en Londres. El título de mi trabajo era Cooperante Técnico, consistente en apoyar los procesos de planificación de las organizaciones sociales y los gobiernos locales a ambos lados de la frontera. La responsabilidad exigía vivir en el terreno de juego. Esa fue la razón de viajar ese lunes temprano a Dajabón.
Álvaro Guillen, también Cooperante, tenía vehículo propio, venía desde Cotuí y al pasar por Santiago me daba bolas hasta la frontera. Él es un salvadoreño de seis pies de estatura, muy por encima del promedio de sus compatriotas. Yo, dominicano de pura cepa, no soy tal alto como quisiera.
A los lugareños le resultaba cómica la diferencia de talla entre nosotros. Pero compartíamos en común un punto: la pinta de cura. Cuando andábamos juntos, la gente comentaba en voz baja, “ahí vienen David y Goliat”.
Y es que las organizaciones para las que trabajaba eran católicas: la Parroquia Nuestra Señora del Rosario, el Instituto Loyola, Radio Marién, el Centro Puente y Solidaridad Fronteriza, entre otras. Los coordinadores de estas instituciones son todos sacerdotes, exceptuando al Centro Puente. Yo me sentía inmerso en una isla, rodeado de curas por todas partes. Tanto que la gente me confundía con uno de ellos.
Pues la madrugada de ese lunes, era oscura. Álvaro y yo nos desplazábamos hacia Dajabón. A la altura del Cruce de Esperanza entró una llamada a mi celular. Era Don Tomás.
Don Tomás Sosa es el propietario del Gran Hotel Brisol, ubicado a un paso del Río Masacre. Es un hombre de 5.5 pies de estatura, pero de un peso de 180 libras.
Jovial y voluntarioso, Don Tomás tiene la extraña costumbre de patrullar en las noches las calles cercanas a su posada. Yo vivía justo a una calle después del Brisol.
Mientras Don Tomás patrullaba ese día, sorprendió a un ladrón con la mano en la masa. Perdón, con la masa en la cabeza, pues el caco llevaba todo lo robado en el coco. La pesada carga doblaba el peso de su cuerpo.
— Don Miguel, usted dejó abierta la puerta de su casa –, dijo Don Tomás. Cuando estés en Dajabón llegue al Cuartel General de la Policía. Aquí lo espero.
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De modo que cuando el sargento y yo identificamos mis artículos, fuimos a donde el fiscal adjunto.
— ¡Ah! Pero fue al Padre que el muchacho robó –, dijo el magistrado cuando me vio.
Luego de firmar el papeleo, el fiscal ordenó al sargento llevar mis ajuares a mi casa. Y luego a mi persona: “Padre, venga a conocer el ladroncito”.
Jean Pie Joseph, era entonces un muchacho haitiano de 19 años, 5.7 pies de estatura, 150 libras. Con unos grandes labios gruesos, ojos grandes y negros que reflejaban la ingenuidad de quien falló su primera misión.
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Al cabo de dos semanas el tribunal me citó para la primera audiencia del caso, la cual inició a las diez de la mañana. El juez intentaba interrogar el imputado. Pero Jean Pie hacía como que no entendía ni sabía hablar español. El impase retrasó la marcha del proceso.
El magistrado secreteo al oído a la secretaria. La secretaria susurró al sargento. El sargento salió apresurado y al rato regresó con un traductor. Lo presentó al juez, volvió a su asiento, pero antes le dijo a Jean:
–¿y ahora vas a entender, no?
En adelante el proceso fluyó suave y sin pausa.
Las pruebas, contundentes, comprometían a Jean Pie Joseph sin dejar lugar a una pizca de duda. El juez me miró fijamente y preguntó.
–¿qué pide usted para el imputado?
— Honorable Magistrado, sólo quiero que se le aplique la Ley.
— Oiga qué dichoso –dijo el juez. Se mete a robar a la casa del sacerdote y el buen cristiano sólo pide que se le aplique la Ley. ¡Qué dichoso es usted, Monsieur Joseph!
Entonces el Juez dictó un año de prisión preventiva para el pobre Jean. Tanto el fiscal como el juez querían investigar lo que de sobra sabían.
Que un pobre joven haitiano intentó robar todas mis miserias.