La novela de Marcio Veloz Maggiolo Materia Prima bien podría ser la historia de personajes variopintos, recorridos diferentes o hábitat de zánganos y obreras que dan vida a un colmenar. Como también sería un centón de notas sueltas, cartas y otros materiales, acumulados durante el período de aridez de un escritor, para escribir posteriormente una novela que es aquella suma misma. Puede ser, además, la biografía mutante e histórico-geográfica de un barrio en cierta época[i] y asimismo un intervalo entre pergaminos para dejar sentadas teorías arqueológicas, críticas sociales, premisas estéticas. Quizás es, simplemente, como han visto ya otros, “el relato de una novela que se escribió a sí misma” [ii] y cuyo círculo el lector debe (si es que puede) cerrar. O tal vez una novela sobre cómo escribir una novela[iii] en los tiempos posteriores a la Era del recelo[iv] y en esta insoportable angustia de las influencias[v]. ¿O no sería pura y simplemente, sin más espacio para especulación, el transcurrir de Persio y Laura, de Manolo pese a Emilia, de Ariel ante Patricia, de Isolina o Juan Caliente?
Hallamos todo eso y varias cosas más, como se dice dentro, en un “rompecabezas de páginas escritas, supuestas cartas (…), entrevistas (…) imaginarias. Todo materia prima. Un contingente de datos [para ordenarse] conformando una novela, quizás una protonovela en la que cada quien pudiera asumir y alzarse con el argumento que más le placiera”[vi]. De modo que escribir sobre Materia Prima, una metanovela dentro de la que se trata de escribir una novela, una curiosa puesta en crisis ficcional de la historia lineal, acerca al que ahora escribe, me va a acercar a mí, me puede sumergir en las aguas turbulentas de lo que Steiner llama, con magia más elástica que T. S. Eliot[vii], el más bizantino de los géneros: la crítica de la crítica.
Pero no: ante el notable contorno de codificación prosódica, la operación masiva de intertextualidad, y el intenso correlato creativo, nos va quedando implícita una poética narratológica que nos descarga del rigor de las doctrinas y de la organicidad disciplinal, para encontrar asilo en el precario equilibrio de lo imaginario.
Ese desplazamiento del compuesto novelado desde la secuencia histórica hacia el estado de ruptura por la posibilidad, permite que, tras una curvatura en la línea de los tiempos, regresemos al origen unitario de los llamados géneros literarios, hasta el magma de los modos de escribir. Visto esto, va a servirme una aguda referencia al poeta angloparlante Charles Olson, creador del verso proyectivo. Se diría que también el procedimiento ficcional de Veloz Maggiolo en esta historia «…implica dos modos posibles del “descubrir” histórico, formulando una oposición didáctica entre Heródoto y Tucídides, los clásicos de la historiografía griega: si Tucídides, por ejemplo, describe la batalla que presenció, Heródoto registra qué reconstrucción de la batalla la gente hizo suya, y esto para él importa más que haber estado presente. Heródoto sería el que busca la evidencia en los mensajes de los demás, en las historias de los pueblos; Tucídides el que quiere dar cuenta de la verdad confiando sólo en su propia persona, el testigo. El último sería un cronista, el primero un investigador (…). Por lo demás, Heródoto no se interesa tanto por definir “la verdad” histórica como por contar sus evidencias, sus distintas versiones, incluyendo las versiones comprobadamente erróneas; mientras hayan sido conservadas y transmitidas por las generaciones a él le parecen tan importantes como las primeras. El error también es valioso: si un pueblo se abraza a él y lo usa para construir su historia, termina siendo un dato más importante que la supuesta versión verdadera; al menos permite comprender al pueblo históricamente. Heródoto pone a la verdad como una mera interpretación o resultado posible, y a la interpretación o camino como lo único a lo que se tiene acceso. Cae así la idea de una verdad histórica objetiva, independientemente de quienes la formulan o la reciben. Tambalea incluso la idea de verdad, su valor supremo (…) Llevadas estas alternativas al plano literario, desembocan en un contrapunto entre dos tendencias, una literatura tucidideana, testimonial, interesada sobre todo en reportar eventos, y en la que el escritor aparece tomado por la historia o por la realidad y trabajando para ellas; y una literatura herodoteana (…) en la que la historia o la realidad están tomadas por el poeta, y éste le asigna el papel de “muthologo” (como llamaban los griegos a Homero), en tanto su tarea consiste en construir un mutho, armar una ficción».
Digamos pues que Marcio, “considerándose un poeta-historiador procede en forma parecida a Heródoto (…) aferrándose no tanto a la verdad supuesta de la historia cuanto a una verdad medida conforme a su funcionalidad poética: una verdad significante para los hombres”[viii].
Permanezcamos en ese aire de epopeya, contemporánea y caribeña, para tender un arco de todos modos antes inducido desde la novela por el cínico Papiro (nombre propio por demás de profunda carga sígnica), personaje que insiste a través de sus misivas en el vínculo del barrio con la historia universal, en suponer el núcleo urbano de Villa Francisca como una especie de laboratorio de civilización. Papiros son, precisamente, las planchas de origen vegetal en que escribían los antiguos sus historias, de modo que este personaje representa en sí mismo no sólo el hecho de la transmisión narratoria y la permanencia mnemónica, sino además el acto mismo de escribir como desembocadura al conocimiento y el matiz de fijeza transmisible que otorga al discurrir la naturaleza orgánica de la escritura.
Si nos saltáramos la evidente referencia –tanto de los nombres de ciertos personajes como de situaciones y sucesos– a la época helenística[ix], lo primero a señalar sería la patente índole épica de aquella edad oscura como también la de la era nebular del trujillismo, todavía gravitando, peso muerto. Aunque, la naturaleza cuasi homérica de Materia Prima proviene sobre todo de la condición “apócrifa” del contenido (como flujo irreductible), donde el mayor problema no proviene de saber quién escribió qué sino de la efectividad factual de aquello escrito. Pero además, el genérico Homero narra en sus manuscritos el prolongado sitio a Troya a través de textos inasibles, cargados de fluctuaciones, variaciones e interpolaciones (como la dura labor de retaceo de nuestra Materia Prima), fuera de las sumas y recortes que aplicaban los rapsodas durante sus errantes jornadas en la oralidad, hasta la fijación del texto y la segregación de las zonas espurias, hacia el siglo III antes de Cristo, por parte de Zenódoto de Éfeso, director de la célebre biblioteca de Alejandría.
En un momento dado, el personaje Ariel se queja de la contaminación de lechos arqueológicos para urbanizar, y en otro más de la demolición del barrio por afanes “progresistas”. Aunque sabe el narrador que los estratos superpuestos no eliminan los de abajo, parece comprender que el mito es lo que siempre permanece[x]. Lo que pretenderán Papiro, Persio (y Marcio) en esta construcción de una escritura histórica pero desde la fabulación será, contraviniendo a Michel de Certeau[xi], hacer que Villa superviva en mito: arde Troya[xii], pero a Villa Francisca la demuelen los tractores que el Progreso colocó en su propio núcleo ardiente. Y, como en la Odisea nos queda simplemente el habitante desplazado. Van en busca, nuestros héroes, de la inmarcesible universalidad.
He aquí una diferencia, pero siempre vinculante: esas “versiones” herodotianas de la novela, esas superposiciones, conducen a la contundencia de la miseria prima del ciudadano común bajo la opresión dictatorial y su resaca. Persio no consigue escribir más y se liquida a sí mismo antes de que lo haga el páncreas; Ariel se ovilla en la representación diplomática de gobiernos en los que no cree y en la curtiembre de la cotidianidad con Dora; Papiro se exilia doblemente: de la patria y en los paraísos artificiales de los estupefacientes; Doña Iso se lamenta de haber perdido su ascendencia de matrona mientras mantiene sus 200 libras de peso con oráculos adulterados; Emilia viene y va de cuerpo en cuerpo, de oficio a oficio, de un tiempo a otro; Laura se transforma, se afantasma, se esfumina; Juan Caliente se disipa en un amor infausto… etc. Proceden los actores como una alegoría de las disoluciones colectivas o del coágulo espurio de una nación desordenada. Su población de muertos, su galería, su índice de nombres propios[xiii] –por supuesto en el sendero estrictamente literario, puesto que “las entradas y alarmas de lo ficticio tropiezan contra las amontonadas y aleccionadoras domesticidades de la respuesta racionalizada y desencantada”[xiv] – es un conglomerado que se convierte en constelación activa por el salto hacia el registro, por la propia entalladura en superficies de papel. La relación de los acontecimientos novelados con la realidad, con la secuencia fija, datada, vuelta al vulgo, resulta en un modelo articulado en contingencias.
En nuestros tiempos no es posible el texto anónimo, pero sí la pseudonimia; y es por ello que el mitógrafo Marcio Veloz Maggiolo ha firmado esta novela con su nombre, a pesar de camuflarse en tantos otros. Por ello mismo queda una referencia más: para alcanzar la concreción y oficialización de lo que hoy es la Ilíada, hubo previamente que superar la anarquía del origen diverso de los versos que componen los llamados “papiros aberrantes”[xv] en que se conservaba aquélla hasta su definición. Nueva vez nos desplazamos ante un nombre que ha servido de madeja conjuntiva.
[i] Soledad Álvarez, Oposición y similitudes en los personajes de Materia Prima de Marcio Veloz Maggiolo, en Arqueología de las sombras (la narrativa de Marcio Veloz Maggiolo), Fernando Valerio-Holguín editor, Amigo del Hogar, Santo Domingo, 2000.
[ii] Andrés L. Mateo, citado por Ramón Francisco, Materia Prima, op. cit.
[iii] José Mármol: “…parte esencial de la trama narrativa [de Materia Prima] se centra en la cuestión teórica y fáctica del discurso narrativo mismo (…) la protonovela debe resultar novela sobre la novelación misma”, en El cerco infranqueable del pasado: de la materia prima a la protonovela, en Arqueología de las sombras (la narrativa de Marcio Veloz Maggiolo), op. cit.
[iv] “Esta evolución actual del personaje de novela revela, efectivamente, algo muy distinto […] Testimonia, lo mismo en el autor que en el lector, un estado de ánimo espiritual especialmente enrarecido. No sólo ambos del personaje de novela, sino que recelan, a través de él, el uno del otro. Antaño, el personaje era terreno de nadie, la base sólida desde la que podrían lanzarse, en común esfuerzo, hacia nuevas búsquedas y descubrimientos. Ahora se ha convertido en el centro de su mutuo recelo, en el páramo yermo donde se enfrentan […] Hemos entrado a la era del recelo” Natalie Sarraute, La era del recelo, ensayos sobre la novela, Guadarrama, Madrid, 1967, trad. de Gonzalo Torrente Ballester.
[v] Harold Bloom, The Anxiety of Influence: A Theory of Poetry. New York: Oxford University Press, 1973; 2d ed., 1997. La angustia de las influencias, Monte Ávila Editores, Caracas, 1991, trad. de Francisco Rivera.
[vi] Materia Prima, p. 250. Habla el personaje Ariel.
[vii] George Steiner, En el castillo de Barbazul, trad. de Hernando Valencia Goelkel, Guadarrama, Madrid, 1976 y T. S. Eliot, Criticar al crítico y otros escritos, trad. de Manuel Rivas Corral, Alianza, Madrid, 1967.
[viii] Jorge Santiago Perednik, prólogo a Charles Olson, Poemas, Tres Haches, Bs. As., 1997.
[ix] Se evoca de algún modo, por ejemplo, a la errancia de Ulises y a la volubilidad de Helena frente a los “extranjeros”.
[x] «La topografía de la Ilíada concuerda con lo que los arqueólogos han designado Troya VII». George Steiner, Lenguaje y silencio, trad. de Miguel Urtorio, Gedisa, Barcelona, 1982.
[xi] «La escritura sólo habla del pasado para enterrarlo. Es una tumba en doble sentido, ya que con el mismo texto honra y elimina» Michel de Certeau, La escritura de la Historia, Trad. de Jorge López Moctezuma, Universidad Iberoamericana, México, 1993.
[xii] «En el núcleo de los poemas homéricos se encuentra el recuerdo de uno de los mayores desastres de que pueda dar cuenta el hombre: la destrucción de una ciudad. Una ciudad es la suma exterior de la nobleza del hombre; en ella es donde su condición se encuentra plenamente humanizada. Cuando una ciudad es destruida, el hombre se siente obligado a vagar por la tierra o a morar en las estepas, y regresar parcialmente a la condición de las bestias. Este es el hecho central de la Ilíada.» Steiner, op. cit.
[xiii] «Tercera paradoja de la historia: la escritura hace entrar en escena a una población de muertos (…) Por una parte, en el sentido etnológico y cuasi religioso del término, la escritura desempeña el papel de un rito de entierro; ella exorciza a la muerte al introducirla en el discurso. Por otra parte, la escritura tiene una función simbolizadora; permite a una sociedad situarse en un lugar al darse en el lenguaje un pasado, abriendo así al presente un espacio: “marcar” un pasado es darle su lugar al muerto, pero también redistribuir el espacio de los posibles, determinar negativamente lo que queda por hacer, y por consiguiente utilizar la narratividad que entierra a los muertos como medio de fijar un lugar a los vivos.» Michel de Certeau, op. cit.
[xiv] George Steiner, Presencias reales, Destino, Barcelona, 1992, trad. Juan Gabriel López Guix.
[xv] Todas estas referencias provienen del prólogo de Pedro Henríquez Ureña a La Ilíada, Trad. de Luis Segalá y Estalella, Bs. As., Losada, 1971.