No, la sentencia no ha sido sorpresa, pero ilusos como yo acunamos diminutas fantasías imaginando a un juez reivindicador de las instituciones judiciales, de la misma manera que lo han hecho magistrados españoles al iniciar un giro trascendental en la política ibérica, convencidos de la impostergable necesidad de abatir la impunidad. Es verdad, todavía quedan la apelación y los jueces probos de la Suprema Corte de Justicia. Ya veremos.

Lo que no cambiará es el drama personal del autor del dictamen: un hombre en la medianía de edad, de prestigio profesional, catedrático, honrado y discreto. Político exitoso, pero manchado por quienes lo rodean en el Comité Central y por haber sido indiferente ante tantos desmanes exhibidos frente a sus narices. Su toga está algo raída. Tuvo la oportunidad de recomponerla y retornar a sus irreprochables orígenes. No lo hizo. ¡Qué pena!

Impertérrito, basando su sentencia en retorcijones legales, aplicó la “Jurisprudencia de la corrupción” – detallada magistralmente en este periódico por el jurista Francisco Alvarez Valdez en su última entrega – que facilita la libertad de cualquier bandido. Antes de pronunciar el veredicto, escogió la lealtad, no la evidencia.

Ni dictadores ni gánsteres toleran deslealtades en su entorno; en ellas les va el fracaso, la cárcel o la derrota. En esas organizaciones es insulto el adjetivo desleal. Tratan de anular el discernimiento, aniquilar la individualidad. La disensión se castiga y la sumisión se premia.

Lástima que un ciudadano con las condiciones intelectuales y personales de ese magistrado, escogiera ser el héroe de una cofradía política y no el de toda una nación. No pudo condenar, quizás no lo dejaron o simplemente no quiso. Cualquiera que fuesen las razones, él es el responsable ante la ciudadanía y la historia.

Para mí, más que la sentencia del “no ha lugar”, la gran tragedia es la del juez. Personas y propósitos hay que por abyectos no podemos guardarles fidelidad. Si les mantenemos devoción irrestricta somos, sin apelación, secuaces. Desde el mismo instante en que la adhesión es incondicional dejamos de ser libres. La lealtad, entonces, pasa a convertirse en complicidad.

Resulta difícil zafarse de esos prolongados vínculos psicológicos que formamos con personas y grupos durante largo tiempo. A veces, no podemos desprendernos de ataduras infractoras y quedamos doblegados por ellas. Sólo una causa superior, acompañada de una regia voluntad, puede lograr superar el compromiso y liberar al individuo. En esta ocasión, al parecer, el destino de este país no fue razón suficiente para romper lealtades ni hubo voluntad para hacerlo.

Nos hemos quedado en la estacada al no oír decir a un juez, alto y sonante, “Yo no dejo de amar al César, pero amo a Roma mucho más”, expresión ésta que Shakespeare pone en boca del desleal Brutus, y que recientemente nos la hizo recordar Pedro Delgado Malagón en “¡Cuídate de los Idus de marzo!”, uno de sus últimos artículos. Mientras tanto, pobre de espíritu queda el Juez leal, y libre y poderoso el jefe del berenjenal.