Mi enamoramiento por el jazz se remonta a mis años de mozalbete. Había escuchado con rostro transfigurado al pianista Michel Camilo. En ese momento no tenía idea de que era un dominicano igual que yo, que había salido del país para crear un horizonte lleno de raíces antillanas en el estado de Nueva York. Es un pianista virtuoso, con un ritmo sumamente cargado de armonías del swing y el jazz fusion. Su forma impresionante de tocar cautiva hasta perder los estribos. A partir de ahí lo he seguido con tanta devoción que puedo identificar todas sus piezas musicales, desde why not! a su álbum con el español Tomatito, donde fusiona el jazz con el flamenco.

Pero esa obsesión por ese ritmo no es sólo mía. Julio Cortázar era un devoto por Parker, Guillespie, Ellington, Jarret y Tatum. Salvo que el novelista prefería las líneas de Nueva Orleáns. Yo me atrinchero con la falange latina, llevando a Camilo como adalid. Guardando esa diferencia abismal, Cortázar pudo definir la cultura del jazz con uno de sus libros de relatos, Las Armas Secretas.

El trabajo de Camilo es sumamente estético. Su fuerza musical es zigzagueante, con tonos suaves y finales impredecibles. El piano se robustece con la sonoridad que irradia este músico excepcional. Verlo tocar es algo meramente excitante. No hay nota donde no muestre una textura armónica llena de expresiones caribeñas e imaginaciones del trópico.

En repetidas ocasiones utilizábamos su música para acompañar los festivales de teatro de nuestra comunidad. Los aplausos no se hacían esperar. Todos nos regocijábamos por la receptividad de la muchedumbre que nos acompañaba en las presentaciones de las obras de los jóvenes neófitos del teatro. Pero para sorpresa nuestra, los aplausos no eran para los guiones y las presentaciones en las tablas, ni mucho menos para nosotros, sino para las notas de Michel Camilo, que noche tras noche fungían como fondo en las escenas montadas en el teatro de la plaza. Luego de esa frustración, decidimos proyectar para todos la película de Fernando Trueba, Calle 54. Ya teníamos la certeza de que los créditos estaban asegurados para el cineasta español y para todos los músicos latinos que trabajaron en ella, como el propio Camilo, Cachao y Paquito.

Verlo en grandes escenarios con su piano negro, tan negro como la noche de Santo Domingo, coronada de estrellas lejanas, es sentir el éxtasis de un dominicano que lo admira y lo apoya; por ser un ejemplo para esos talentos de la música que quieren ser como él, un pianista que no tiene fronteras para llevar la música del Caribe a todas partes de mundo.

Por tantas razones, escuchar a Michel Camilo, me ha enseñado a saborear los colores de nuestro país, su sentir, su sol, sus playas azules y el eterno calor de la gente. Así es que conocí ese mundo del jazz por él. Y no me arrepiento.