A una corrupta aldea de la Rusia zarista, perdida en medio de la nada, llega la noticia de la visita de un inspector procedente de San Petersburgo y cunde el pánico. Lo mismo podría pasar (pasa con cierta frecuencia) en un país imaginario como el nuestro cuando un procónsul del imperio viene a poner orden en los asuntos que afectan los intereses del imperio. Los funcionarios se alborotan y confabulan, se ponen a la defensiva. Se arma un avispero.

Lo que se arma en la mencionada aldea rusa es un hilarante pandemonio. Todos lo funcionarios, los burócratas, los militares, los trepadores, cabilderos y  adulones, todos los integrantes de la administración pública han privatizado de alguna manera sus funciones y tienen algo que temer y ocultar, todos tienen hechas y sospechas. Lo mismo podría pasar y pasa con frecuencia en un país imaginario y en vías de extinción como el nuestro.

A Nicolai Gógol, el autor de la obra, le bastan unos cuantos trazos para ambientar la situación e introducirse en la psiquis de sus personajes. Con su peculiar estilo incisivo los somete a una crítica, a una sátira corrosiva que desconstruye la visión idílica de la vida aldeana y muestra su miseria espiritual. Lo que parece comedia es una disección del alma, la representación de perfiles muchas veces siniestros que se disimulan, a fuerza de cara, detrás de un escudo de aparente inocencia. El descaro de la inocencia.

El alcalde, por ejemplo, predica su buena fe a la hora de hacer lo mal hecho:

“Los mercaderes y los burgueses me causan dificultades. Dicen que les saco mucho dinero; y yo, palabra de honor, si alguna vez le saqué algo a cualquiera de ellos, lo hice sin mala intención”.

Además, añade el alcalde:

“¿Y después de todo? ¿Hay acaso un solo hombre que no tenga algún pecadillo? El propio Dios lo ha dispuesto así, y será inútil que despotriquen contra eso todos los volterianos”.

El mismo argumento se escuchó recientemente en este país imaginario en boca de prestantes políticos que de seguro no han leído “El inspector” de Gógol. La corrupción es cosa de Dios, pura rutina, nada de que avergonzarse.

El alcalde se siente sin embargo nervioso y piensa que no está de más tomar precauciones. Se pregunta angustiado si “¿No habrá alguna denuncia contra mí? ¿Realmente… ? ¿Cómo se explica que venga un inspector aquí?”

Se dirige al jefe de correos y le pide si acaso “¿No podría usted, en bien de todos, abrir y leer un poco?. ¿Comprende?… Abrir y leer un poco todas las cartas que le lleguen al Correo, para ver si no contienen alguna denuncia o, simplemente, alguna correspondencia reveladora. En caso contrario, se puede volver a cerrar el sobre; por lo demás, hasta se lo puede entregar así, abierto”.

El jefe de correos responde con candoroso descaro:

“—Lo sé, lo se… No me dé lecciones. Eso lo hago no por cautela sino, más que nada, por curiosidad; me muero por saber qué novedades hay en el mundo. Le aseguro que esa lectura es interesantísima. Hay cartas que se leen con deleite… ¡Se pinta ahí cada cosa!… ¡Son más instructivas que ‘El Informativo’ de Moscú”.

Algo parecido a lo que se dice a continuación pasa en este país imaginario con el correo electrónico y las comunicaciones telefónicas:

ALCADE: —Entonces, dígame… ¿No ha leído sobre un funcionario de San Petersburgo?

JEFE DE CORREOS: —No, no se habla de ningún funcionario de San Petersburgo, aunque sí de varios de Kostrom y Sarátov. Pero es una lástima, qué usted no lea esas cartas: contienen pasajes preciosos. Hace poco, sin ir más lejos, un subteniente le escribía a un amigo, al describirle un baile en el más juguetón de los lenguajes…, muy, muy bonitamente: ‘Aquí la vida fluye en el séptimo cielo, querido amigo¿, decía. ‘Hay muchas muchachas, Suena la música, se baila con entusiasmo…’ Sí. Lo pintaba con mucha emoción. Me guardé la carta expresamente. ¿Quiere que se la lea?”

De una u otra manera, la situación es de alto riesgo, piensa el alcalde, y aconseja tomar precauciones:

ALCALDE: —….ya lo saben: están avisados. Por mi parte, he tomado algunas medidas.- ¡Les aconsejo que hagan lo mismo! ¡Sobre todo a usted, Artemio Filípovich! Sin duda, el inspector querrá examinar antes que todo el hospital…. de modo que le conviene adecentarlo; hágales cambiar los gorros de dormir a los enfermos y déles ropa limpia, para que no parezcan unos herreros, como sucede habitualmente cuando andan por la casa.

El diálogo chispeante que entablan ahora los personajes representa casi el mismo drama que se está viviendo en este país imaginario. Basta cerrar un poco los ojos, imaginar que entre los actores se encuentran Freddy Beras Goico, Boruga, Cuquín Victoria:  

ARTEMIO FILÍPOVICH: —Bueno, eso es fácil. Podemos cambiarles los gorros.

ALCALDE: —Sí. Y, además, convendría escribir encima de cada cama, en latín o algún otro idioma, el nombre de cada enfermedad y la fecha en que se enfermó cada paciente… Está mal eso de que sus pupilos, Artemio Filípovich, fumen un tabaco tan fuerte que lo hace estornudar a uno apenas entra. Además, sería preferible que no fueran tantos; pueden atribuirlo inmediatamente a la falta de cuidados o a la ineptitud del médico.

ARTEMIO FILÍPOVICH: —¡Oh! En cuanto a las curaciones, yo y Cristian Ivánovich hemos tomado ya nuestras medidas; cuanto más dejemos obrar a la naturaleza, mejor…, no usamos medicamentos caros. El hombre es un ser simple; si se tiene que morir, se morirá lo mismo; si se tiene que curar, se curará. Además, a Cristian Ivánovich le costaría trabajo entenderse con ellos: no sabe una sola palabra de ruso.

ALCALDE: —A usted. Amos Fédorovich, yo le aconsejaría también que tuviera más cuidado con su juzgado. En la antesala donde esperan habitualmente los litigantes, los ujieres han empezado a criar gansos con sus gansitos y uno tropieza con ellos a cada paso. Naturalmente, la avicultura es muy digna de elogio…, ¿y por qué no habría de criar aves un ujier?…, pero…, ¿sabe?…, ahí resulta indecoroso hacerlo. Siempre quise decírselo, pero no sé por qué se me olvidaba.

AMOS FÉDOROVICH: —Hoy mismo daré orden de que los lleven a la cocina. Si quiere-… venga a almorzar conmigo.

ALCALDE:, —Además, resulta lamentable que en plena sala de audiencias se tienda ropa a secar y cuelguen un morral sobre el propio armario de los expedientes. Ya sé que a usted le gusta cazar, pero de todos modos convendría descolgarlo por algún tiempo, y cuando se vaya el inspector, podrá volver a colgarlo. También debo decirle que su secretario,.. Claro está que es un hombre capaz, pero huele como si acabara de salir de una vinería… Eso tampoco es muy digno de elogio. Si, como dice su secretario, huele así de nacimiento, habría un recurso: aconséjele que coma ajo o cebolla o cualquier otra cosa. En ese caso, Cristian Ivánovich podría ayudarle con diversos medicamentos.

AMOS FÉDOROVICH: —No, eso sí que sería imposible eliminarlo; el secretario dice que su madre lo dejó caer al suelo cuando era pequeño y se lastimó, y que desde entonces huele un poco a vodka.

“El inspector” es la obra más divertida de Gógol. Entre una y otra escena se suceden episodios que hacen reír a carcajadas. Pero al tiempo que hace reír, el implacable Gógol va mostrando, va desenmascarando, desnudando la podredumbre del alma, de las almas vivas. El corazón de las tinieblas.       

“Pocos autores -muy pocos, de hecho- son capaces de hacer sombra a Nikolai Gógol a la hora de reflejar, utilizando el humor como método, las miserias del alma humana. Es más, es muy probable, que Gógol no tenga, en toda la historia de la literatura rusa, parangón en cuanto a maestría en el uso de la sátira como reflejo y protesta” (Juan Carlos Calderón).