Vivió en mi pueblo, mucho años ha. No quiero recordarme de su nombre. Bastará con saber que a sus espaldas le llamaban el Indeseable. Nunca supe por qué. Nada justificaba tal iniquidad. Y como nunca es tarde para hacer justicia, apelo ahora la sentencia del tribunal popular que tan injustamente le fue impuesta.

El Indeseable siempre manifestó esa curiosidad tan propia de los filósofos. Fue por eso y no por maldad que le preguntó a un diácono si Jesucristo se había dado a Magdalena, a aquella recién casada que de quién era el hijo que esperaba con tanta ilusión o a aquel connotado tecato si estaba metido en drogas. Todas estas fueron manifestaciones de su búsqueda de la verdad. Nunca entendió el por qué se molestaron los tres interrogados. Yo tampoco.

El indeseable no se apuñaleaba la información que obtenía a través de esa mayéutica tan mal comprendida por sus semejantes. Bastaba con reunirse con amigos y conocidos para iniciar una perorata a la que nadie podía interrumpir, aunque quisiera. Las palabras brotaban de la boca del Indeseable con la potencia y el volumen del agua hirviente que vomitaría puntualmente cualquier géiser de Islandia ¡Qué mezquindad la de calificar como narcisismo lo que era preocupación por la cultura general de los otros! Era por esa preocupación por la que corregía a los demás, indicando por ejemplo que el apellido del genio de las letras austríaco no se pronunciaba Sueig sino Chbaaaaaig.

El Indeseable tenía un sentido del humor sano, aunque fuera del alcance de sus compueblanos. Una vez llenó un volteo de casquivanas, a las que expulso como si fueran arena del río Yaque. Otra vez soltó un saco de cangrejos en la pista de baile de un conocido puticlub. Cuando alguien llamaba por error a su casa, preguntando por fulano, con mucha cortesía le respondía: “Se murió, lo están velando en la Blandino”. Y si lo decía muy serio era para añadirle gracia a su “chiste”. Reto a quien sea a que encuentre un sentido del humor más inofensivo.

El Indeseable tenía también un sentido de la oportunidad envidiable. Por ejemplo, le reclamó a un viejo amigo la devolución de un libro de Borges, mientras este bailaba acarameladamente un bolero con su futura esposa. Nunca supo porque el amigo se puso como el diablo. Yo tampoco.

Y no solo eso, el Indeseable poseía además un tacto inigualable. Fui testigo de cómo afirmaba a uno de sus amigos que la novia de este último le había concedido, en los exclusivos salones del Gurabito Country Club, el merengue intitulado. El baile del perrito o, usando sus propias palabras, “la mazurca del cánido mínimo”. Fue otra muestra de su sano humor el que fingiera no darse cuenta de que la muchacha se moría de vergüenza ante su novio, pues su condición de miembro de una familia de buena sociedad le impedía bailar tan vulgar y freudiana melodía.

El Indeseable nunca se enteró de que lo llamaban el Indeseable. Pude habérselo dicho, pero sé que no entendería el porqué de tamaña iniquidad. Yo tampoco.