Qué hermoso habría sido el proceso de investigación y persecución de la corrupción que se vive en Brasil, de no haber sido porque algunos sectores maniobraron para derivarlo en conspiración política. Cuando se inició, todo el mundo asistió con alegría ver con qué independencia parecían estar obrando los policías, los fiscales y los jueces, al ver cómo no respetaban jerarquías políticas ni empresariales. Con la esperanza de que ahora sí se le aseste un duro golpe a la corrupción.

La desazón se inició después al ver el comportamiento de algunos agentes. Que la poderosa Federación de Industriales de Sao Paolo exigiera la renuncia, que un juez de Curitiba apareciera con una gorra en una manifestación antigubernamental, se hiciera sacar él mismo un video gritando “fora Dilma”, portando un cartel pidiendo cárcel contra Lula, lo divulgara en las redes sociales, y que después fuera a la corte, se cambiara la gorra por una toga y firmara una orden de arresto contra el expresidente, luce al menos llamativo.

Hace algo más de un año, Dilma Ruseauff estaba recién iniciando su segundo mandato como presidenta de Brasil. Los brasileños con los que conversaba, algunos tenían criterios muy negativos sobre ella: decían que era una “sangrúa”, justamente lo contrario de Lula, que ni saludaba a la gente, que era incapaz de sentarse a sostener una conversación amigable ni con sus propios ministros. “Pero, eso sí, nadie en Brasil pensaría que es capaz de cometer el más mínimo acto de corrupción”, sostenían.

Ahora la gente ya no está tan segura. Es cierto que todavía en aquel momento la situación de la economía no se había deteriorado tanto en América del Sur. Y es cierto también que no había explotado el escándalo llamado Lava-Jato, que parece haber embarrado a tanta gente. Pero ni aún ahora ella ha sido acusada de corrupción.

Se la está sometiendo al juicio político por otras razones: por haber maniobrado para maquillar las estadísticas de déficit fiscal del 2014. Se trata de que la Cámara de Cuentas no aprobó su informe presupuestario cuando encontró que, algunos gastos que debían ser realizados, pagados y registrados al final de año, se dejaron para enero del año siguiente con tal de que no quedaran reflejados en el déficit de ese año; o lo que puede ser peor, se instruyó a un banco estatal para que los pagara mientras tanto. Nada que no hagan habitualmente muchísimos gobiernos y empresas en el mundo, pero mal hecho.

Con respecto al escándalo Lava-Jato, aunque no se descubren vínculos personales de la presidenta con los manejos de PRETROBRAS y Odebrecht, mucha gente entiende que si de ahí se sacó dinero para financiar su campaña electoral, sería difícil concebir que ella no estuviera enterada y lo aprobara.

Más difícil, desde el punto de vista ético, lo tiene Lula. Hay dos cosas que podrían vincularlo al escándalo Lava-Jato: una, sus visitas como expresidente a diversos países con gobiernos amigos, en los que se presume hacía labor de cabildeo para conseguir contratos a favor de empresas como Odebrecht y otras constructoras, lo cual tampoco sería grave de no ser porque su fundación recibía jugosos aportes de las mismas. Y otra, porque un apartamento que suele frecuentar en una zona de playa de Sao Paolo, fue remodelado con dinero de estas empresas; y aunque no está registrado a su nombre, la justicia sospecha que es suyo.

El proceso de impeachment contra Dilma se inició por vía de un chantaje: al presidente de la Cámara de Diputados Eduardo Cunha, del principal partido opositor, se le descubrieron una serie de cuentas bancarias secretas en Suiza, las que se usaban para lavar dinero de la corrupción. Su reacción es que, si lo someten a la justicia, destituye a la presidenta.

Si fueran a destituirla por el escándalo Lava-Jato, por haber sido elegida con fondos aportados por empresas corruptas, entonces habría que destituir también al vicepresidente, que fue electo de la misma manera. Es más, las mismas empresas que usaban dinero sucio para financiar la campaña de Dilma, también financiaron la campaña del propio partido de Cunha y el principal candidato opositor, Aécio Neves. De modo que había que buscar otro argumento.

Respecto a Lula, su desgracia comenzó cuando se atrevió a decir en público que estaba considerando la posibilidad de presentarse nuevamente como candidato en las próximas elecciones. Este terrible continuismo, este vuelve y vuelve que se ha entronizado en los gobiernos de América Latina, que está terminando de la peor manera la época de oro de la región. La gente no entiende que los políticos tienen que jubilarse.

Hay una derecha en Brasil, auspiciada fundamentalmente por la burguesía industrial de Sao Paolo, a la que Lula ni Dilma ni su partido nunca le cayó bien, pero los aceptaban mientras estuvieran recibiendo tan buenos réditos económicos cuando la economía estaba creciendo. Ahora bien, que en medio de esta crisis se planteara su regreso al poder, eso sí que no. Había que anularlo a como diera lugar.

Mucha gente apuesta a la destitución de Dilma y al apresamiento de Lula porque en realidad están escandalizados contra la corrupción y quieren que se castigue; otros porque sencillamente eso conviene a sus fines políticos; otros, como el vicepresidente Temer, porque esperan el mango debajo de la mata. Pero hay un grupo grande que quiere que eso se haga, y que se haga rápido, porque abrigan la esperanza de que ahí termine todo, de que a partir de ese momento ya no habrá más investigación, antes de que el escándalo llegue a donde están ellos.

Mi opinión es que si Dilma maquilló las cifras, para ocultar a su pueblo el déficit, merece sanción. Que si para sus fines electorales decidió tirar al zafacón todos los escrúpulos, entonces el juicio político es bien merecido. Y que si se demuestra que Lula fue parte del entramado corrupto, vaya a la cárcel. Aunque reconozca que sus pecados son bastante veniales comparados con los que se habrían descubierto a sus antecesores si hubieran sido sometidos al mismo escrutinio.
Lo que sería triste es que, puesta la corrupción en una escala de menor a mayor, del 1 al 3, unos políticos corruptos de nivel 1 sean juzgados por otros de nivel 2, y que finalmente sean condenados para provecho de políticos y empresarios del nivel 3. Eso sí sería lamentable. Y tampoco es eso lo que merece el pueblo brasileño.