“He aquí el mar
El mar donde viene a estrellarse el olor de las ciudades
Con su regazo lleno de barcas y peces y otras cosas alegres
Esas barcas que pescan a la orilla del cielo
Esos peces que escuchan cada rayo de luz
Esas algas con sueños seculares
Y esa ola que canta mejor que las otras.”
Vicente Huidobro, Monumento al mar (fragmento)
La lucha política y religiosa en Europa desde mediados del siglo XVI se incrementó a partir de 1566 cuando las provincias de los Países Bajos se enfrentaron a Felipe II e iniciaron la llamada Guerra de los ochenta años (1568-1648). Uno de los escenarios más rudos de la contienda fue, precisamente, las Antillas, con el constante asedio a las colonias españolas y la toma de las islas de Barlovento y Sotavento por Inglaterra, Francia y Holanda.
De las tres potencias enfrentadas a España en el Caribe, Holanda fue la que ocupó la menor cantidad de islas, a pesar de que ejercía graves daños a los intereses españoles en la región a través de la piratería. Dado que el territorio de los Países Bajos formaba parte del Imperio español durante esos años, las acciones de los holandeses en el territorio caribeño se iniciaron como respuesta a las diferencias religiosas entre protestantismo y catolicismo, entendido como una forma de liberación de los habitantes de los Países Bajos. A pesar de que en ese territorio existía una mayoría católica, poco a poco el protestantismo se identificó con la lucha de independencia, ya que el dominio español estuvo relacionado con asuntos de fe.
Desde finales del siglo XVI los mendigos del mar, como se les llamaba en Holanda a los piratas, eran individuos que respondían a intereses privados, a los cuales no les interesaba establecerse formalmente en las islas antillanas sino comercializar abiertamente con los distintos dominios hispanos. Motivados por el lema prevaleciente en los piratas ingleses y franceses de “no hay paz más allá del meridiano” (en alusión al Tratado de Tordesillas, de 1494), el contrabando desarrollado por los holandeses en el Caribe comenzó a gestar un capitalismo mercantil que tuvo su justificación legal en la tesis promovida en el libro Mare Liberum, publicado en 1609 por Hugo Grotius. En ese libro, el reconocido jurista, escritor y poeta neerlandés planteó la libertad de navegación en alta mar, zona que no debía pertenecer a ningún país en específico. Por tanto, el saqueo, desembarco y arrebato de territorios se hacía con sentido de justificación apoyado en la interpretación de la ley, el mercantilismo y la religión.
La necesidad de contar con una base en el Caribe para la ruta entre Nueva Ámsterdam (hoy Nueva York) y Brasil, hizo que Holanda estableciera bases definitivas en el Caribe. En 1621 se fundó la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, una empresa mercantil dispuesta a colonizar y producir en las Antillas. Con este impulso, los Países Bajos se apropiaron de las islas de San Martín (1631), Curazao (alrededor de 1634 cuando expulsaron a los portugueses), Aruba, Bonaire y San Eustaquio (1636) y Saba (1640). La propiedad de estas islas varió a lo largo de los siglos XVII y XVIII hasta su actual determinación político-cultural bajo la protección neerlandesa.
Es interesante destacar la alta preferencia del catolicismo en esas islas sin que rigiera en ellas el centralismo urbano del catolicismo español. Debido a la apertura -y lucha- religiosa en los Países Bajos, la manifestación religiosa se consideraba asunto un tanto privado que no constituía un elemento organizador del espacio urbano, tal como hemos visto en las entregas anteriores en otras colonias antillanas.
En las capitales de estas seis islas neerlandesas la trama es irregular, sinuosa por motivos topográficos y con el vínculo con la entrada marina. Los templos ocupan lotes secundarios o de poca incidencia en la organización del territorio. La más católica de todas es Oranjestad, la capital de Aruba, cuya catedral San Francisco de Asís ocupa todo un polígono de uso de suelo religioso en un punto céntrico de la ciudad, en una trama de longitudinales vías y espacios abiertos diseminados. En Aruba el ochenta por ciento de la población se define como católica.
En Willemstad, la capital de Curazao, donde el setenta y dos por ciento profesa el catolicismo, tampoco la preferencia católica se manifiesta en la estructura de la ciudad. Allí se observan los rasgos fundamentales del mercantilismo, con sus avenidas longitudinales que, al igual que en las inglesas, revelan esa actitud de disponer el espacio urbano hacia los intereses propios del comercio y la facilitación del mercadeo. La catedral de la Reina del Santísimo Rosario no constituye un punto central y está emplazada en un punto estratégico frente a una plaza pública, cerca del bulevar Abraham Méndez Chumaceiro y desde donde convergen otras importantes avenidas.
Similares características las encontramos en Kralendijk, capital de Bonaire, con un sesenta y ocho por ciento de católicos, con su iglesia de San Bernardo ubicada en la convergencia de las avenidas Nikiboko norte y sur sin generar un liderazgo en el espacio urbano. Se verá de igual forma en Oranjestad, capital de San Eustaquio, en The Bottom, capital de Saba y en Philipsburg, capital de San Martín; territorios dedicados en el pasado al comercio, al trasiego de mercancía y a refugio de piratas, muestran sus respectivos templos católicos dispersos en una trama urbana irregular. En Philipsburg, en particular, se destaca la ubicación de su templo católico San Martín de Tours en un lote en la vía comercial más importante y con su cara posterior frente al mar.
Muchos otros elementos referenciales se vinculan a la visión religiosa de los imperios involucrados en el Caribe. Hay que comprender que para las naciones anglosajonas y Francia la región fue convertida en territorio de producción mediante un sistema de plantación que se concentraba en lograr la mayor explotación posible del suelo. De esta manera, la colonia estaba concebida para producción de materia prima medida en volumen, es decir, continua adición de áreas para aumentar la rentabilidad.
En ese sentido, el concepto de ciudad era muy distinto al que se había desarrollado en el siglo XVI por los españoles, con su sistema de encomiendas y economía minera. Estos nuevos colonizadores entendían la ciudad como un punto de administración y acopio de productos desde donde salía su producción hacia Europa y, por tanto, la manera de expresarse físicamente estuvo marcada por la ligereza de la arquitectura y la mínima preocupación por la representación política o religiosa en ella.
Mientras que en las ciudades españolas-católicas la idea de sede del poder dirigía las acciones en el territorio, como ya hemos visto, en las ciudades protestantes caribeñas inglesas y holandesas, el ideal se centraba en la eficiencia productiva y en la exportación. Francia, católica y protestante a la vez, respondió a los mismos criterios ingleses y holandeses como sociedad mercantilista, pero mantenía lazos conceptuales que el catolicismo imponía.
Hay otras variantes entre catolicismo y protestantismo en la forma y organización de las manzanas, además del tipo de arquitectura. Si seguimos el patrón de análisis de la forma que la reconocida artista conceptual Armelle Caron ha desarrollado a partir de estudios de las huellas de las manzanas de las principales ciudades del mundo, encontraríamos rasgos distintivos entre las ciudades católicas y las protestantes en el Caribe insular. Caron ha realizado un trabajo de compaginación de la morfología de las cuadras con las que muestra una dimensión distinta para comprender el territorio.
Hemos presentado un tema que amerita mayores estudios comparativos para establecer las características propias de un Caribe multicultural en términos urbanos. Este es solo un punto de inicio para ese compromiso.