Para el poeta Adrián Javier, la escritura de las cosas es cifra y movimiento. El punto y el trayecto en el espacio de lo abyecto. Aquiescencia y relato. La mano se inscribe, escribe y luego de ser constituida, propiciada la ventana simbólica y su espacio de horizonte, aparece el mundo como fuente, lápiz, sombra y capa de significación en un cuadraje de elementos justificados por el ojo:
“llegada la intemperie/los hombres necesitan de mi espejo/para convencerse de su extravío/resumo las ansias del que ve llegar sus sombras/y en mi capa de niebla/oculto al aguacero del pasado/soy el amante de la mano/en ella mi piel reconoce al todo que el divino enrarece/y lo cotidiano esculpe/soy el verdugo de la página/el aliado que a la borra justifica/me sé en apuros/soy del árbol la astilla prodigiosa/tengo razones enfermas para ser/más no soy en la pirámide/el otro que me escuda en su fuego cuenta siempre conmigo/estoy hecho de sombras/a diario me someto a un halo amarillo de urgencias” (Op. cit., p. 50).
Justo aquí el poeta “hecho de sombras”, transita en los espacios de la imaginación viviente y de modo pertinaz sentiente. Pero el lápiz plantea, inscribe, escribe, aprieta, fija nombres, signos, objetos de una lógica de lo visible en cuyo cuerpo de relato y travesía se reconoce en transgresión y la visión de lo cotidiano, se esculpe como espacio en movimiento, intemperie donde el cuerpo fija su significación en una axiología decididamente asumida como acto, acción y valor.
Así las cosas, el espejo no refleja, no muestra, no penetra al otro solamente. En el espejo, dice el poeta: “el mito me otorga el señero artificio del agua/mas soy absurdo y denso como un poro/jamás he poseído un rostro/padezco de sueño y apresencia/mi yo mutila el ego de los celebrantes/devolviéndole la máscara/ajeno a lo que se dice/ninguno vive en mí/estoy naufragio por la infinitud/desmuero al este de la mirada/cruzo a nado la hecatombe de los hombres/y reniego su templanza/ante nada acudo/cuando quiero volcar mi ánimo interior calamitoso/soy el alma corpórea de la brisa/el medio vuelo suspendido de la rosa…” (p. 53)
El libro como espejo y como cuerpo proyectado enuncia la batalla por las cosas; vida y muerte de un mito que procrea formas invisibles y visibles; tópicos, predicables animados en un orden cíclico estimado como tiempo y momento de las formas. La otredad en Idioma de las Furias, es un traductor de base confluyente en el lenguaje, la ironía y la poesía. Aquello que contradice el signo es justamente lo que pronuncia la significación del mundo, la cosa, el sujeto delirante.
Toda una travesìa del espacio supone en este libro una marca del tacto, la visión esquizoide desde la cual el cuerpo se autodefine y autoproclama como pérdida, síntoma y lenguaje. El poeta habla, se “dice” y proclama. Lo que el poeta es y parece, enuncia y hace, revela y textualiza en el proceso mismo de su constitución y relación está ligado a su huella-obra y a su voz-lenguaje. El signo es voz y texto, mirada y ser en tiempo y forma:
“¿a qué tanto puede crecer esa mirada?/ese vejamen avieso de la luz/ ¿a qué voz?/ ¿a qué pálido inquiere ese cuerpo?/ ¿a qué número?/ ¿a qué intriga esta paz?/ ¿a cuál semblante hiere esta fe?/ ¿a qué y cuál ajena voracidad?” (p. 63).
La lógica de la pregunta poética nos permite percibir el sitio de una identidad existencial particularizada en las diferentes líneas de necesidad y de intencionalidad del lenguaje poético, toda vez que el ejercicio verbal se vuelve transgresivo en la organización misma de la palabra poética. El hechizo de un texto pronunciado mediante los compases, tonos, ritmos estratégicos y temporalidades, hace que la imagen se torne fronteriza y a la vez focal. Implica el mismo trayecto un orden y un contraorden del tropo, ya sea la metáfora o la metonimia, ambas figuralidades en el foco textual.
Lo que ha sido la línea tensiva del eje relacional y transversal, provee la lectura de un arqueado diferencial que navega y se autopropone en el mismo campo del asombro y la conversión del mundo. El poeta evita el desplome de alfabetos, sílabas, vocales y consonantes, combinadas y complementarias, para lograr de esta suerte el milagro de las eufonías, resonancias, paranomasias y otras figuralidades del texto poético. En “El poema”, el sueño se convierte en doble posesión, así como en extravío; en punto que equilibra y a la vez mimetiza los elementos a través de lo incomprensible y lo legible:
“soñar el día/para que amanezca eterno/caminar hacia atrás/hacia la flor quebrada/para domar el ocaso/así traza cada noche la memoria su noción de olvido/tender abrazos en la tarde/descerebrar la huésped sobre el cielo/morir a página/así hala el viento su corrido de ausencia/así se hace voz en la desnudez/y bajo el aroma belleza-extravío del pájaro en una esquina de la nada-buscar lo encontrado/halar lo visto/perder el asomo/el punto en que equilibra y enmarca el agua/lo indecible” (p. 76).
El tipo de ars poética propiciado por este texto es indicador de una orientación metafórica y alegórica donde el poema se vuelve “camino”, “flujo”, “materia de sueño”, “amanecer”, “olvido”, “voz y desnudez”, “pájaro y esquina”, “aroma”, “belleza”, “agua enmascarada” y “sierpe de lo indecible”. En el vocabulario y en los puntos de la visión poética, los verba et vocabula, inician un camino sin límites ni bordes, indicador de toda una conducta de los elementos que participan en el viaje poético y en las claves mismas del poema, pues para Adrián Javier el poema no es otra cosa que “El poema”.