Mi hogar oficial ha sido siempre para mí una fuente de comodidad, seguridad e identidad. En nuestras casas, ya sea en Miami Beach o en el Lago Okeechobee, podemos cerrar la puerta, poner la alarma y sentirnos seguros. Al fin podemos relajarnos y ser quienes somos. Nuestro hogar es una expresión de quienes somos. Mi casa con su jardín es un reflejo de quien soy. Básicamente no soy pretensiosa, soy una estadounidense de clase media de Denver, Colorado, una mujer con educación universitaria que disfruta de la lectura de libros, las artes visuales, la paz y quietud.

En un libro titulado The house as a mirror of self, (El hogar como espejo de sí), el autor explora como la imagen de uno mismo se refleja en su hogar. Además, algunos sociólogos opinan que el hogar de una persona funciona para mantener no solo su propia identidad personal, sino también como identidad cultural, particularmente cuando una persona o familia se mudan a una ciudad diferente, a otra región o país. Por ejemplo, los inmigrantes en los Estados Unidos a veces han encontrado que el único lugar en que pueden retener el sentido de su identidad cultural es en su hogar, donde nadie puede decirles como pensar, sentir, vestirse y hablar. El hogar ayuda a proteger los valores tradicionales de las amenazas de asimilación del exterior.

Cuando estaba preparando mi tesis doctoral sobre la clase media dominicana que vive en el Sur de la Florida, personalmente descubrí cómo el hogar y el patio pueden ser un lugar de identidad cultural. Por ejemplo, cerca del 90% de los dominicanos residentes en Miami no viven en un enclave. En cambio, ellos generalmente eligen una casa, un condominio o apartamento en un vecindario que tiene buenas escuelas para sus hijos, o que es conveniente para su trabajo, o queda próximo a familiares o amigos. De modo que se hace difícil para ellos mantener su identidad si están rodeados de norteamericanos, cubanos, puertorriqueños, colombianos, etc.

Un abogado dominicano me comentó que después de una larga semana de trabajo en su oficina, después de hablar casi exclusivamente inglés, disfrutaba de retirarse a su casa en los suburbios donde él se volvía un “dominicano de verdad”, cocinando comida dominicana, preparando barbacoa en el patio trasero, tomando algún ron dominicano y atendiendo su familia y amigos; de la misma forma que hacía su padre en su casa en Santiago.

La experiencia de mi niñez en el hogar es toda sobre una casa en los suburbios, rodeada por un jardín bien cuidado, con un pequeño huerto de verduras. Solo pensar vivir en un apartamento, en una casa adosada, o en un condominio en una gran ciudad no me parece un “hogar”. Viví en apartamentos en varios momentos de mi vida, en Nueva York y Miami, mas sabía que era solo temporalmente.

Compré mi primera casa en Denver a mediados de 1970. Viví allí por 10 años, hasta que me mudé al Sur de la Florida con mi primer esposo. Un año más tarde lo dejé (¡hurra!) y compré mi segunda casa, en medio de Miami Beach, de nuevo en una zona residencial. Un vecindario de casas unifamiliares.

Las dos casas eran sencillas, de precio razonable, con un pequeño patio delante y otro detrás. Realmente necesito de espacio, un patio y un jardín. Es el típico sueño americano. Más adelante compartí mi casa con mi segundo esposo, mi amado dominicano. Los ajustes fueron suaves, sorprendentemente, pues los dos venimos de países y culturas diferentes.

Más tarde, cuando compramos la casa de troncos, nuestro Ranchito, después de 12 años de matrimonio, esta adquisición vino a llenar acariciados sueños de ambos, mi esposo y yo. Él quería una segunda casa, donde pasar los fines de semana, como hacían su padre, hermanos y hermanas quienes habían tenido casas de campo en República Dominicana.

En principio la compra fue para mi esposo, pero sorprendentemente me enamoré del lugar. Una vieja amiga me recordó luego que esa casa había venido a hacer realidad un viejo sueño olvidado por mí, de cuando vivía en Denver, Colorado. Le había dicho que anhelaba un sitio tranquilo en las praderas o en sitio desértico, donde pudiera sentarme en el portal en las mañanas y admirar el paisaje. Un lugar para leer y dedicarme a la creación artística. Ahora es una realidad, esta casa se ha convertido en una extensión de mi ser. Desde luego, tengo que compartirla con mi esposo, sus sueños y su ego, lo que incluye algunas manifestaciones de macho.

La realidad es, como mi hogar es mi identidad, ahora tengo una identidad dividida. Una parte de mí es Miami Beach, entusiasta de las artes visuales y parte de la comunidad liberal; y la otra mitad es la mujer del campo con un gran jardín de plantas nativas. Así es, cada semana estoy partida en dos, o casi todas las semanas. Me pregunto: ¿Quién soy? ¿Quién tiene tiempo para relajarse y crear? Una casa extra significa doble responsabilidad y trabajo.

Nuestros hogares y nuestros jardines reflejan nuestros estados mentales, nuestros corazones, nuestras vidas. En la actualidad, las dos casas están un poco desordenadas y con ellas nuestras colecciones de obras de arte, los libros, los objetos decorativos y las artesanías indígenas de todo el mundo. Mi estado de ánimo está un poco desorganizado también, así como una colección de cientos de fragmentos de vida, arte, sitios y pueblos. Pienso, ¿dónde está la paz que supuse que vendría con mis años de jubilación?

Hoy en día pienso que nuestra tranquilidad está amenazada en nuestro hogar. Cerca están construyendo edificios de apartamentos de varios niveles y en el lago Surprise, que era tan tranquilo, van a colocar atracaderos para botes, lo que dañará la vida silvestre en el lago. Siento que nuestra pequeña casa está amenazada, la paz tomada por asalto: Esto está afectando mi identidad, mi poder, mi seguridad; y, lo hace en dos vertientes, la tangible y la psicológica.