Según estimaciones de la FAO el hambre mata a unos diez millones de personas al año, 25 mil por día y cinco por segundo. Datos espeluznantes, si tomamos en cuenta que en todo el globo se producen anualmente alimentos para nueve mil millones de personas y la capacidad productiva de la tierra del planeta dedicada a producir alimentos (17%) bastaría para alimentar a doce mil millones de personas durante doce meses.

El 96% de los hambrientos del mundo sobreviven en los países pobres. Doce millones de niños y niñas mueren en el mundo todos los años por desnutrición.

La inequidad sigue siendo el nervio de la pobreza. Mientras los seres humanos, liderados por nuestros gobernantes, no seamos capaces de establecer una ofensiva contra las asimetrías, seguiremos poniendo en peligro nuestra propia existencia. La exclusión no tiene tasa de retorno en el largo plazo.

Habituados a ver el hambre como una consecuencia de la pobreza, no alcanzamos a darnos cuenta de que ella es su causa fundamental. El hambre reduce a cero las capacidades productivas del ser humano impidiéndole salir del primer anillo del círculo vicioso de la pobreza: la desnutrición.

Aunque el hambre se aborda desde el ámbito científico, es y debe ser siempre un tema político. La producción de alimentos no debe ser fuente de especulación financiera. Para erradicar este mal y empezar a superar la pobreza será necesaria la construcción de una voluntad política fuerte que sea capaz de desbordar los intereses de unos pocos para preservar la vida de todos y todas.

Acabar con el hambre es una de las Metas del Milenio.

Los gobiernos del planeta hicieron un compromiso para que en el año 2015 no hubiera seres humanos hambrientos.

Aunque el objetivo se ha convertido en un hueso duro de roer, y aunque estemos un tanto retrasados, con voluntad política y creatividad podríamos lograrlo.