El Pedernales de los setenta y ochenta del siglo XX  era muy activo. No escaseaban tanto los empleos; había una buena banda de música, con mujeres ejecutantes incluidas (raro en la capital); una buena orquesta y un combo de músicos de la academia municipal; se jugaba buen béisbol y softball, sin excluir a las mujeres, y las pequeñas ligas tenían etiqueta internacional con su exclusivo estadio (único en el país); los grupos culturales, contestatarios por necesidad, eran cotidianos;el orgullo por la limpieza del pueblo era solo comparable con el del banilejo; la prostitución, la delincuencia y la violencia eran mínimas y estaban reducidas a espacios pequeños en la periferia; eran desconocidas por la juventud las drogas prohibidas; los convites para siembra o cosecha en los conucos vivían buen momento, igual que la lucha libre, el boxeo, el karate y otras competencias en la arena de la playa local, y los pasadías envidiables en los ríos El Mulito y La piedra, ahora chorritos intrascendentes…

Aunque los necios nunca faltan en todo grupo social, y Pedernales no era la excepción, aquel rincón de la frontera dominico-haitiana, en el suroeste, sin ser conformista como ahora, era un remanso de hermandad y paz, animado por personajes como El Greda, cuyas ocurrencias graciosas, sin embargo, el tiempo borra.

Como aparecían los pesos, allí se bebía romo y cerveza hasta el ahogamiento. Eran los tiempos buenos del clerén, un ron haitiano que achicharra las tripas y el cerebro, pero que es atractivo por su bajo precio, por estar prohibido y por su condición de estimulante de apetito desbordante,según los bebedores empedernidos. El orgullo masculino, para un segmento importante de la comunidad, lo simbolizaban la resistencia a la bebida de alcohol y las destrezas para “gozarse” las cueros del burdel de Campeche y salir “ileso”.

El Pedernales de esa época era un pueblo de trabajadores mineros y agrícolas cuya predilección no era el boato ni la maldad. Las viviendas suntuosas ni las jeepetas de alto cilindraje ni los carros extravagantes, estaban las mentes de la gente para demostrar complejos de inferioridad.La vida era menos compleja.

El Greda amaba el alcohol; lo adoraba. Y trabajaba mucho y duro para saciar esa sed en su tiempo libre. Laboraba en la minera estadounidense AlcoaExplorationCompany, que explotaba los yacimientos de bauxita (materia prima del aluminio) y otros minerales. Paradójico, pero tenía fama de hombre manso y bravo a la vez, dueño de un humor que muchos quisieran poseer.

Un buen día, le dio con ser emprendedor. Y montó un colmadito: dos o tres panes, unas cuantas pica-pica, un poco de arroz y, como era de esperarse, en uno de los tramos,en mayor cantidad, sus amados rones: la Brugalita, Bermúdez, Palo Viejo…

Él mismo despachaba a los clientes. Y todo iba más o menos bien hasta que, en medio de la soledad por la falta de compradores, comenzó a cavilar: quería un par de tragos; mas carecía de los pesos para comprar la media botella… Entonces se le ocurrió pasar de vendedor a comprador en su propio negocio. Se colocaba frente al mostrador  e iniciaba un diálogo con el despachador imaginario (él mismo): –El Greda, fíeme, por favor, una botellita; solo una–. Luego cruzaba al otro lado y asumía el rol de oferente: –Ay, no, El Greda, no puedo fiar–. Y volvió al rol de demandante: –Ay sí, El Greda, entiéndalo; solo una botellita, se la pago después…

El pintoresco “alcorero” terminó fiándose el ron de su negocio, que muy pronto quebró. Pero –que yo recuerde–,como muchos habitantes de allí, era un hombre honesto y sin pose, que solo gastaba el dinero de su trabajo.

No era él un vulgar ladrón, ni prevaricador, ni formaba parte de una asociación de malhechores, como sucede con muchos bandidos con corbata, quienes, bajo la sombrilla de resonantes filípicas mediáticas sobre la necesidad de ética y transparencia en el ejercicio gubernamental, como funcionarios o como entes privados, han usado al Estado de todos como el colmadito privado de El Greda, y así han mudado haciala comodidad de sus casas, parte importante del erario. Venderle caro al Estado hasta lo que no sirve, exprimirlo a través de terceros, es un modus vivendi muy productivo para los farsantes, ladrones de cuello blanco.