En mayo del 68 la policía francesa le dejó un regalito de 44 puntos en su cabeza dura sin saber que desde mucho antes, durante y después de la paliza, seguiría de terco intentando cambiar el mundo. ¡Pero eso sí, a su manera! Una particular manera que se distancia bastante de la forma en que entendíamos debía comportarse un revolucionario para la época, vale decir, borracho de sobriedad, incapaz de celebrar la vida fuera del ámbito del partido porque lo contrario sería desviación pequeño burguesa, inconsistencia ideológica…la inexorable disolución del Ser en la Nada.
Pero él, hijo de un gobernador trujillista, sabía muy bien que no abrazó la causa revolucionaria por resentimiento social, que su ingreso a la izquierda no lo motivó la escasez material o la ausencia de un espacio de socialización entre sus pares que simplemente se dedicaron al disfrute tranquilo y sin complicaciones de las prerrogativas y privilegios signados por el origen y condición de clase.
Recuerdo la primera vez que lo vi. Era 1970 y pasé por la UASD a la que entraría un año después. La causa de mi visita no importa, lo cierto es que divisé un molote de estudiantes reunidos en círculo rodeando a dos de ellos en la explanada de la facultad de ingeniería. Discutía con un militante del PCD.
Quedé extasiado con los argumentos y contrargumentos, pero mi absoluta ignorancia de las contradicciones entre chinos y soviéticos impidió que tomara partido por una de las posiciones que diestramente enarbolaban los contrincantes. Solo sé que en la noche mientras cenaba recordaba el evento, sobre todo, el sarcasmo y la ironía utilizados por el más gordito para desacreditar las razones del otro, tan parecido al Ché, con su barba rala y la boinita.
Para cuando entré como estudiante a la universidad el espectáculo de las discusiones de pasillos seguía, teniendo casi siempre al gordito como uno de los protagonistas. Pero esta vez tenía más claro el panorama y al “maoísta ese” empecé a no soportarlo. Me caía mal, muy mal. De hecho, las veces que le acusaban de lumpen pequeñoburgués me parecía la mejor descripción para un “sin oficio” como él. No lo conocía ni me interesaba, pero ya ocupaba un sitial destacado en mi lista de personas no gratas, que por supuesto, la encabezaba el nebuloso Pin Montás.
¡Pero la vida te da sorpresas!
En los primeros meses de la década de los ochenta, nos encontramos en una ONG en la que trabajaba. Les siguieron otros encuentros casuales en la casa de Tommy García (la culebra); con Luis (susurro) Gallardo merodeando por el CIPAF; en la residencia de Yaqui Núñez o en Casa de Teatro, y otros espacios relacionados con la cultura, el movimiento obrero-campesino o la unidad de la izquierda dominicana. Poco a poco lo fui conociendo y mis prejuicios se desmoronaban mientras más me adentraba en su biografía sin la mediación de la mirada ajena.
Desde entonces somos amigos hermanados por la ideología y una visión del mundo que podría tener, como efectivamente tiene, diferencias en cómo recorrer algunos tramos del camino, pero nunca en el destino final. De él he aprendido mucho, especialmente abandonar el espíritu de logia y distinguir entre clases y los individuos que las forman, con algunos de los cuales podemos convivir en la diferencia sin que signifique claudicación.
Con el tiempo aprendí que con el Gordo Oviedo no hay manera de asumir la amargura del vencido porque si algo tiene claro es que exhibir el dolor como “camisa recién planchada” (Norberto James) es hacerle el juego al desaliento, antesala del arrepentimiento y la rendición. Su capacidad de bregar con las contingencias de la adversidad la viví conociendo el decoro casi epicureista que mostró ante dos grandes pérdidas: la separación de Olga y su salida del PTD, sus dos grandes amores, al menos hasta que apareció Soraya en el otoño de su proverbial y jodedora vida. Es que el gordo es un resiliente antes que se inventara esa palabreja con tufo a Banco Mundial y auto ayuda.
Tal vez por eso, por no dejarse abatir de saudade, como pichón de seductor caribeño versión pica pollo, lo descubrí más de una vez usando (igual que yo) un procedimiento que para la época demostró ser efectivo en el arte de dar muela, especialmente a compañeritas de alguna legión extranjera con las que coincidíamos en eventos internacionales. Se trataba de atribuirnos un poema de Eduardo Díaz Guerra que dice:
Estás ahí tendida
y yo pensando en la promesa que hicieron
mis manos
de ir en peregrinación hasta tu pelo
y depositar allí cinco caricias
que aún no sé pero que piel arriba
Iré aprendiendo.
También me tocó ser testigo de primera línea en el reencuentro con su pana full de siempre, Roberto Santana. Aprendí que no es el mercado sino la amistad, la que tiene una mano invisible que sujeta los sueños fundacionales para impedir los adioses definitivos entre los hijos putativos de Apolo, pero reclamados y declarados por Dionisio.
Ya Carlos Dore, Carmen y yo lo lloramos cuando agonizaba en la Plaza de la Salud, pero es un moriviví y al poco tiempo estaba engulléndose las tarde-noches capitalinas con la exquisitez de un sibarita de la memoria urbana, saboreando con deleite componendas políticas detrás de los muros o interminables ficciones de amores pendientes y desamores consumados. No es posible escribir la historia de la ciudad de Santo Domingo sin considerar las andanzas del gordo Oviedo.
El mismo que tuvo la osadía de despojar a nuestras viudas heroicas (Sagrada Bujosa, Carmen Mazara, Teresa Espaillat, Mirna Santos y otras hermosas mujeres) del impenetrable y grisáceo halo protector que el respeto y admiración por sus compañeros caídos, hacía naufragar a más de una insinuación masculina temerosa en reclamar la alcaldía de sus cuerpos para codirigir el fascinante ayuntamiento entre la carne y la Historia.
Fue cuando se le ocurrió, en el parquecito de las golondrinas en un día como hoy, fundar el PIE -Partido de la Izquierda Erótica- con la finalidad de instalar el imperio de los sentidos en cada cama vacía que por la ausencia del que partió o la turgencia del que no acababa de llegar, demandaba la culminación de un proyecto de ternura que borrara toda la sal de un pasado empecinado en arrebatarles los más íntimos y elementales placeres de la vida cotidiana.
El Gordo Oviedo, ayer cumplió sus 75 años de edad pero el Covid-19 boicoteó la celebración, sin embargo, apuesto peso a moriqueta que ese virus del coño no lo detendrá; ya me lo imagino maquinando lo que hará cuando se acabe la cuarentena, hasta puedo verlo con su corazón de izquierda y estómago de derecha, sacándole la lengua al infortunio, izando la bandera del hedonismo para seguir conquistando cada poro y cada grado de los 37 que habitan en la suavidad de la piel de una mujer dispuesta a escuchar, en un bar de la ciudad colonial o en la capilla ardiente de la Funeraria Blandino, sus “Mil y una formas de vivir”.
Felicidades al más gozoso de todos los humanos; al más humano de todos los gozosos, dueño de un corazón de terciopelo y miel, que hasta la hija de un burgués se fue con él, y nunca le olvidó… al Gordo Oviedo.