[La biografía de Fouché tiene la intensidad característica de la mayoría de los libros de  Stefan Zweig, de la pasión que gobernó su vida mientras pudo gobernarla. Quizás la misma intensidad de la decepción, del desarraigo que lo llevo al suicidio junto a su solidaria esposa Lotte, en Petrópolis, Brasil.

Zweig no le concedía espacio a lo trivial, a lo ornamental, a todo lo que no fuera esencial. Así lo dejó entender en lo que puede considerarse como un manifiesto de su ideal ético-estético:

“Me irrita toda facundia –dice Zweig en ‘El mundo de ayer’- todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual. Sólo un libro que se mantiene siempre, página tras página sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última línea sin dejarle tomar aliento, me proporciona un perfecto deleite. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos, los encuentro sobrecargados de descripciones superfluas, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles, que les quitan tensión y les restan dinamismo”.

La biografía de Fouché parece un relato macabro y no deja de serlo, porque Fouché era un personaje surrealista o más bien de pesadilla. Al igual que Stalin había sido seminarista, y además profesor en un seminario. Sirvió primero a la iglesia y más tarde se convirtió en “saqueador de iglesias”. En la etapa inicial de la revolución militó en las filas de los girondinos y era monárquico y moderado, y luego su voto fue decisivo para condenar al monarca y a cabecillas girondinos a la guillotina. Sirvió a los jacobinos más radicales y en la “campaña de descristianización” fue el autor de unas brutales matanzas, ¡realizadas a golpes de cañón!, de centenares de personas, entre las que se contaban nobles y “burgueses adinerados”. Años después formaría parte de la nobleza con el glorioso título de Duque de Otranto y se convertiría en el hombre más rico de Francia. Fue amigo cercano, casi cuñado, de Robespierre y más tarde “cocinó” la conspiración que lo envió a la misma guillotina que a los girondinos, junto a otros dirigentes jacobinos. Pero la conspiradera le salió mal. Cae en desgracia (en la prisión, la persecución y la pobreza), durante el período siguiente, el Directorio, y sólo mediante múltiples mañas y artimañas regresa al poder, más poderoso que nunca, como Ministro de Policía. Crea entonces una intrincada red de espías que jugó un papel de primer orden en el golpe de estado que llevaría a Napoleón al trono. Junto al otro gran tenebroso de la época, el célebre Talleyrand, conspiraría más adelante para derrocarlo. Sobrevivió durante un trecho a la restauración de la monarquía, a la cual contribuyó con todos sus buenos y malos servicios, pero finalmente lo abandonó su buena estrella y la pasó mal durante los últimos años de su vida. Murió en Trieste y reencarnó posiblemente en Malaguer (dije Malaguer) u otros personajes igualmente siniestros.

La revolución francesa

En honor a sus virtudes ocultas resta decir que estaba casado con una señora de extraordinaria fealdad, a la cual, según Stefan Zweig, amaba devotamente.

La historia de Fouché, que el autor escribió, o afirma que escribió, sin darse “cuenta, por pura alegría psicológica” es “parte de una todavía pendiente y muy necesaria biología de los diplomáticos, esa raza intelectual todavía no investigada, la más peligrosa de todas las de nuestro entorno”.

PCS.]

Fouché, el genio tenebroso                                                                                                

P R E FA C I O

Eso dice Balzac. Su homenaje fue lo primero que llamó mi atención hacia Fouché, y desde hace años echaba una mirada ocasional al hombre en cuyo honor Balzac decía que había “tenido más poder sobre los hombres que el mismo Napoleón”. Pero, lo mismo que a lo largo de su vida, Fouché ha sabido mantenerse en un segundo plano en la Historia: no gusta de dejarse mirar a la cara ni de enseñar sus cartas. Casi siempre se esconde dentro de los acontecimientos, dentro de los partidos, actuando de forma tan invisible tras la envoltura anónima de su cargo como la maquinaria de un reloj, y sólo muy raras veces se logra, en el tumulto de los acontecimientos, atrapar las curvas más cerradas de su trayectoria, su huidizo perfil. Y ¡más extraño aún!, ninguno de esos perfiles de Fouché atrapados al vuelo concuerda al primer vistazo con los otros. Cuesta cierto esfuerzo imaginar que el mismo hombre, con igual piel y los mismos cabellos, era en 1790 profesor en un seminario y en 1792 saqueador de iglesias, en 1793 comunista y cinco años después ya multimillonario, y otros diez años después duque de Otranto. Pero cuanto más audaces eran sus transformaciones, tanto más interesante me resultaba el carácter, o más bien no carácter, de este hombre, el más consumado maquiavélico de la Edad Contemporánea, tanto más incitante se me hacía su vida política, completamente envuelta en secretos y segundos planos, tanto más peculiar, hasta demoníaca, su figura. Así, sin darme cuenta, por pura alegría psicológica, llegué a escribir la historia de Joseph Fouché como parte de una todavía pendiente y muy necesaria biología de los diplomáticos, esa raza intelectual todavía no investigada, la más peligrosa de todas las de nuestro entorno. Tal descripción vital de una naturaleza del todo amoral, incluso una tan singular y significativa como la de Joseph Fouché, va, lo sé, en contra del evidente deseo de los tiempos. Nuestro tiempo quiere y ama hoy las biografías heroicas, porque dada la pobreza propia en figuras de liderazgo políticamente creativo busca ejemplos mejores en el pasado. No ignoro en absoluto el poder de expandir las almas, aumentar las energías, elevar el espíritu, de las biografías heroicas. Desde los tiempos de Plutarco, son necesarias para toda estirpe en ascenso y toda nueva juventud. Pero precisamente en el campo político esconden el peligro de una falsificación de la Historia, como si entonces y siempre las naturalezas verdaderamente destacadas hubieran decidido el destino del mundo. Sin duda una naturaleza heroica domina durante décadas y siglos la vida espiritual con su sola presencia, pero sólo la espiritual. En la vida real, la verdadera, en la esfera de poder de la política, raras veces deciden—y esto es algo que hay que recalcar, como advertencia contra toda credulidad política—las figuras superiores, los hombres de ideas puras, sino un género mucho menos valioso, pero más hábil: las figuras que ocupan el segundo plano. Tanto en 1914 como en 1918, hemos visto cómo las decisiones históricas de la guerra y de la paz no eran tomadas desde la razón y la responsabilidad, sino por hombres ocultos en las sombras, de dudoso carácter e insuficiente entendimiento. Y diariamente volvemos a ver que en el discutible y a menudo sacrílego juego de la política, al que los pueblos siguen confiando de buena fe sus hijos y su futuro, no se abren paso los hombres de amplia visión moral, de inconmovibles convicciones, sino que siempre se ven desbordados por esos tahúres profesionales a los que llamamos diplomáticos, esos artistas de las manos ágiles, las palabras vacías y los nervios fríos. Así que si realmente, como Napoleón dijo hace ya cien años, la política se ha convertido en la fatalité moderne, el moderno destino, trataremos en defensa propia de reconocer a los hombres que hay detrás de esos poderes, y con ellos el peligroso secreto de su poder. Así, esta biografía de Joseph Fouché es una contribución a la tipología del hombre político. Salzburgo, otoño de 1929. (Stefan Zweig).