Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, era un hombre de firmes creencias religiosas. En la mansión señorial de la familia, el rezo cotidiano del rosario era un hábito arraigado y puntual. Al atardecer, todos los días, en el exuberante salón rococó, “Durante media hora la voz sosegada del príncipe (recordaba) los misterios gloriosos y dolorosos” al tiempo que “otras voces, entremezcladas, (tejían) un rumor ondulante en el cual se (destacaban) las flores de oro de palabras no habituales: amor, virginidad, muerte…”.

En el ceremonial lo acompañan su mujer y siete hijos, los criados indispensables y el inefable padre Pirrone, un jesuita, el confesor de la familia. Sólo al enorme perro Bendicó no se le permite participar. Bendicó es uno de los personajes más importantes e influyentes del libro, una criatura simbólica con la que concluye la novela, no la película.

Los rezos tenían lugar sobre un ambiente pagano que “dejaba poco a poco descubiertas las desnudeces mitológicas que se dibujaban en el fondo lechoso de las baldosas”, y bajo un “Olimpo palermitano” que se despabila y despereza en cuanto callan las voces:

“En los frescos del techo se despertaron las divinidades. Las filas de tritones y dríadas, que desde los montes y los mares, entre nubes, frambuesas y ciclaminos, se precipitaban hacia una transfigurada Conca d’Oro para exaltar la gloria de la Casa de los Salina, aparecieron de pronto tan colmados de entusiasmo como para descuidar las más simples reglas de la perspectiva; y los dioses mayores, los príncipes entre los dioses, Júpiter fulgurante, Marte ceñudo, Venus lánguida, que habían precedido las turbas de los menores, embrazaban gustosamente el escudo azul con el Gatopardo. Sabían que ahora, por veintitrés horas y media, recobrarían el señorío de la villa. En las paredes los monos empezaron de nuevo a hacer muecas a las cacatoés”.

El Gatopardo es la opera prima, la primera y la única, de un lector voraz que muy poco había escrito, del cual se dice que nada hizo en su vida salvo viajar y leer, leer en cinco o seis idiomas a escritores clásicos y modernos, meditar y leer en soledad durante dieciséis horas al día. Eso le permitió sin duda adquirir la formación literaria necesaria para realizar en el último tramo de su vida la proeza que le dio póstuma fama.

Ésta no es en modo alguno -dice Julián Marías- una novela decimonónica, como algunos, confundidos acaso por el siglo en que se sitúa su acción, llegaron a afirmar en su momento. Es sin duda alguna una novela contemporánea (…), su autor no desconocía las nuevas técnicas ni los ‘avances’ del género, si es que puede llamárselos así, e incluso tuvo la modestia de descartar una posibilidad -contar una sola jornada en la vida del Príncipe Fabrizio di Salina- con la siguiente frase: ‘No sé cómo escribir el Ulises’. Pero sí sabía, por ejemplo, hacer un uso magistral de la elipsis, relatar fragmentariamente, sin subrayar y hasta sin contar del todo, dejar sin explicación lo que al lector le basta con vislumbrar o intuir, llevar a cabo iluminadoras asociaciones entre elementos dispersos y en apariencia secundarios o meramente anecdóticos, combinar sin fatiga ni trampa lo dicho y acaecido con lo sólo pensado (todo ello mucho más propio de la novela del siglo XX que de la del XIX), y sobre todo observar, reflexionar, insinuar, matizar”. (http://elpais.com/diario/2011/03/12/babelia/1299892342_850215.html).

Desde el primer párrafo, Lampedusa se revela como un maestro en el arte de escribir, el arte del bien decir y decir bien. La fina capilaridad sicológica con la que Lampedusa se introduce en el ambiente de “aquel Olimpo palermitano” y en la singularidad de sus personajes indica de forma inequívoca que estamos en presencia de la obra maestra de un talento literario de primer orden:

“La ansiosa arrogancia de la princesa hizo caer secamente el rosario en la bolsa bordada de jais, mientras sus ojos bellos y maníacos miraban de soslayo a los hijos siervos y al marido tirano hacia quien el minúsculo cuerpo tendía en un vano afán de dominio amoroso.

“Mientras tanto, él, el príncipe, se levantaba: el impacto de su peso de gigante hacía temblar el pavimento, y en sus ojos clarísimos se reflejó, por un instante, el orgullo de esta efímera confirmación de su señorío sobre hombres y edificios”.

Sí, en “aquel Olimpo palermitano”, el patriarca Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, es el verdadero dios, el soberano de un reino en miniatura. Es el poseedor de cuantiosos bienes y de siervos, un castillo, un palacio. En el escudo nobiliario de Fabrizio Corbera figura en campo azul un gatopardo de oro (la traducción poética o “conscientemente errónea” del leopardo jaspeado, leopardo leonado o leopardo rampante). Fabrizio Corbera se siente orgulloso, desde luego, de su estatura social, envanecido más bien. Dice de vez en cuando, con refinada altanería, “que un palacio del cual se conozcan todas las habitaciones no es digno de ser habitado por un príncipe”.