La forma en que el aristocrático Lampedusa describe al aristocrático protagonista de El gatopardo no es para nada complaciente, a pesar de que el personaje está basado en uno de sus ancestros o, quizás, precisamente por ello:   Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, era el “Primero (y último) de una. estirpe que durante siglos no había sabido hacer ni siquiera la suma de sus propios gastos ni la resta de sus propias deudas”, algo muy común entre todos los de su clase. Pero Fabrizio no desdeñaba la dedicación a la investigación y el estudio, cosa que también despreciaban muy a menudo ciertos nobles que consideraban tan indecoroso el trabajo como el aprender a leer y a escribir.

Fabrizio (igual que el padre Pirrone) “poseía una marcada y real inclinación por las matemáticas. Había aplicado éstas a la astronomía y con ello logró abundantes galardones públicos y sabrosas alegrías privadas. Baste decir que en él el orgullo y el análisis matemático habíanse asociado hasta el punto de proporcionarle la ilusión de que los astros obedecían a sus cálculos — como, en efecto, parecían obedecer — y que los dos planetas que había descubierto — Salina y Svelto los había llamado, como su feudo y su inolvidable perdiguero — propagaron la fama de su Casa en las estériles zonas entre Marte y Júpiter, y que, por lo tanto, los frescos de la villa habían sido más una profecía que una adulación”.

Pero Fabrizio, a pesar de todo, era un tipo desencantado, derrotado, amargado en cierto sentido, alguien que “vivía en perpetuo descontento (…), y se quedaba contemplando la ruina de su propio linaje y patrimonio sin desplegar actividad alguna e incluso sin el menor deseo de poner remedio a estas cosas. Aquella media hora entre el rosario y la cena era uno de los momentos menos irritantes de la jornada, y horas antes saboreaba ya la, no obstante, dudosa calma”.

La ceremonia de la cena conservaba de alguna manera el oropel, “el malparado esplendor que constituía entonces el estilo del reino de las Dos Sicilias. El número de comensales — eran catorce, entre los dueños de la casa, institutrices y preceptores — bastaba por sí solo para dar un carácter imponente a la mesa”.

Nadie se sienta antes de que el príncipe llegue, a excepción de su esposa, la princesa. Los demás esperan en correcta formación frente a sus puestos. El simple retardo de uno de los comensales puede desatar y desata la ira siempre contenida del príncipe. Y es el príncipe quien da inicio a la cena:

De una “enorme sopera” de plata “con una tapa coronada por el Gatopardo danzante (…) servía en persona la sopa, grato trabajo, símbolo de los deberes nutricios del pater familias. La cena transcurre en silencio, y mientras tanto, “los ojos azules del príncipe un poco entristecidos entre los párpados semicerrados, miraban a los hijos uno tras otro y los enmudecía de pavor”.

Entre los hijos hay un gran ausente, uno que se había marchado a Inglaterra un par de años atrás, que prefería “su modesta vida de encargado en un depósito de carbones antes que una existencia ‘demasiado cuidada’ (léase encadenada)” entre sus mayores palermitanos”.  Alguien que había escapado de la tiranía del irritable patriarca de la novela, no el de la película de Visconti.

El recuerdo del ausente entristeció el semblante del príncipe y su esposa lo notó:

“Se ensombreció tanto que la princesa, sentada junto a él, tendió la mano infantil y acarició la poderosa manaza que descansaba sobre la servilleta”. Pero el efecto fue contraproducente: el “Ademán inesperado (…) desencadenó una serie de sensaciones: irritación por ser compadecido, sensualidad despierta, pero no dirigida sobre quien la había provocado. Como un relámpago surgió para el príncipe la imagen de Mariannina con la cabeza hundida en la almohada. Alzó secamente la voz:

“-Domenico — dijo a un criado-, di a don Antonio que enganche los bayos al coupé. Iré a Palermo después de cenar.

“Al mirar a los ojos de su mujer, que se habían vuelto vítreos, se arrepintió de haber dado esta orden, pero como no había ni que pensar en retroceder ante una disposición ya dada, uniendo la befa a la crueldad, dijo:

“-Padre Pirrone, usted irá conmigo. Estaremos de vuelta a las once. Podrá pasar dos horas en el convento con sus amigos.

El Gatopardo se irá de putas, a pesar de que le han cogido las señas, muy a pesar de que le han adivinado las intenciones, y “La princesa” tendrá más tarde “una de sus crisis histéricas”.

Al día siguiente, cuando el padre Pirrone lo recrimina, lo conmina a confesar y le dice que es un pecador, el príncipe lo toma a broma y se justifica a sí mismo diciendo para sus adentros con la entereza de un macho cabrío:

“Todavía soy un hombre vigoroso y ¿cómo puedo contentarme con una mujer que, en el lecho, se santigua antes de cada abrazo y luego, en los momentos de mayor emoción, no sabe decir otra cosa que ‘¡Jesús, Maria!’? Cuando nos casamos, cuando ella tenía dieciséis años, todo esto me exaltaba, pero ahora… He tenido con ella siete hijos y jamás le he visto el ombligo. ¿Esto es justo? — gritaba casi, excitado por su excéntrica angustia —. ¿Es justo? ¡Os lo pregunto a todos vosotros! — y se dirigía al portal de la Catena —. ¡La pecadora es ella!”