Es cierto que el crecimiento sostenido de la economía durante tres décadas no ha reducido la brecha social existente en la medida en que el Producto Interno Bruto se ha expendido. Pero la única vía para lograrlo es a través del gasto público. Y un gasto público de calidad, del que tanto se habla,  se refiere a la inversión en los ámbitos de la educación, la salud pública, el mejoramiento y ampliación de la red vial y, sobre todo, en los programas de carácter social en las zonas urbanas como en las rurales.

Ningún programa de política económica surte efectos  duraderos de largo alcance en el corto plazo. Es un enfoque equivocado valorar su efectividad en base a  los efectos inmediatos, porque la mentalidad nacional no se cambia o transforma de un año a otro y el alto contenido cultural de nuestra pobreza trasciende los límites de las carencias materiales. Para mejorar la educación no basta con las reformas curriculares. Es un largo proceso que involucra un cambio en la mentalidad del magisterio, más comprometido hoy con sus reivindicaciones laborales que con sus obligaciones en las aulas. Y lo mismo ocurre en el área de la salud, donde hay un visible esfuerzo por mejorar la planta física hospitalaria y las condiciones de los profesionales del área.

La reducción innegable de nuestros niveles de pobreza es fruto  inicial de una fuerte concentración del gasto en el área social.  Negar que programas intensivos como  el de la Tanda Extendida en los planteles escolares, la alimentación de los estudiantes en los niveles básicos, las Estancias Infantiles, la cobertura sin precedentes de apoyo a las pequeñas y medianas empresas, el  financiamiento de la actividad agrícola y ganadera a las pequeñas entidades rurales; la construcción de presas y acueductos no constituyen modalidades de un gasto público bien orientado, es cerrarse los ojos a una realidad visible noche y día.