Te odiaban y lo hacían con razón. Sin jugar, sin acercarte siquiera al terreno de juego, sabíamos que ibas a ganar a cualquier competencia. No dejabas espacio ni posibilidad alguna a ser vencido. Bailabas mejor que nadie, tu agudeza mental era insuperable e incluso en aquello que nadie por pudor era capaz de intentar, fuiste siempre el más osado, el más atrevido. Abarcaste el cielo de tus amigos de todas las formas posibles, les humillaste, les hiciste ver su pequeñez y eso no se perdona. Debiste suponer que en algún momento iban a pasarte cuenta, hundirte el cuchillo hasta ver en tus ojos brotar la sorpresa.
Nunca entendiste que la vida es un equilibrio, que no podías llevarte todos los triunfos y las medallas hacia tu alforja, que esos atrevimientos se pagan caro, en algunos casos se saldan con la vida. Las cosas están organizadas en este mundo de tal modo que solo los espíritus mediocres tienen derecho a existir. Los que tienen un determinado talento que sobrepasa el promedio se ven obligados a desaparecer o dado el caso a pasar por locos, seres desajustados, parias de la vida. Pero tú te resististe, no quisiste desaparecer, fuiste un tipo tozudo y al mundo le importa un carajo la petulancia de los seres extraordinarios, tarde o temprano les hincan y les hacen beber de su propia saliva. Ahora estás ahí, tendido en ese féretro, frío, inmóvil, calladito, incapaz de arrebatar las novias a tus amigos. Tus piernas están tullidas, ya no quedan más carreras por ganar y tus ojos cerrados perdieron, para siempre, su mirada aguda e inteligente.
Nosotros tus amigos de siempre vinimos a despedirte, a darte el último adiós. Todos sabíamos de los sinsabores por los que pasaste en estos años. Teníamos la certeza de que los hombres como tú un día pierden el camino, se extravían como una brújula loca y empiezan a descender, a bajar por una pendiente resbaladiza, tomando casi siempre una decisión cobarde, como la que tú tomaste. Al final, sin embargo, solo nos queda reconocer que desde esa posición de serenidad que exhibes, también te envidiamos. Hasta en la muerte nos has superado a todos y has dejado escapar una sonrisa cómplice en tus labios, un guiño travieso en los ojos, como quien dice a cada uno de nosotros —¡En este terreno también te he vencido!