Los enfrentamientos entre las tropas de los invadidos y el ejército de los invasores -que se produjeron durante los días 15 y 16 de junio de 1965- se cuentan entre los más sangrientos de la contienda, y a  consecuencia de ellos el espacio de la zona constitucionalista se redujo considerablemente. Pero las tropas del imperio no volverían a intentar tomarla por la fuerza de las armas. Lo que siguió fue una nueva ronda de negociaciones y ablandamiento. Había negociaciones con la OEA y además nos negociaban y ablandaban con morteros a intervalos irregulares para que no nos acostumbrásemos al ritmo. Morteros por la mañana, morteros por la tarde, morteros trasnochadores, morteros madrugadores que nos mantenían en constante zozobra y en permanente estado de alerta.

Las trincheras de sacos de arena ofrecen en general  una buena protección contra los proyectiles de mortero, siempre que no caigan dentro, y en esos días ya conocíamos por experiencia la conveniencia de permanecer en ellas durante los períodos de  guardia en el exterior, sobre todo durante la guardia nocturna (las ocho horas reglamentarias de guardia, cuando no doce o veinticuatro).

Una noche aparentemente apacible me encontraba, como tantas otras veces, zambullido entre sacos de arena en una trinchera de la calle Santomé, casi frente al comando San Lázaro, en compañía de amigos muy queridos, compañeros de armas y de alma. Recuerdo, en particular, al lumpen Melendito y al lumpen Marinito (así nos llamábamos cariñosamente), a José Amado Camilo y a Cocolo Canova (un seudónimo). También recuerdo que fue una  noche lírica. Para vencer el tedio, el aburrimiento, Cocolo empuñó el Mauser por la culata, lo apoyó sobre el hombro izquierdo como si fuera el arco de un violín  y comenzó a interpretar El lago de los cisnes. De modo que allí estábamos, deleitándonos con la prodigiosa interpretación de la música de Tchaikovsky (cualquiera sea la forma en que se pronuncie) y de repente un mortero, una granada de mortero nos dio una sacudida monumental, sacudió toda la zona. Había hecho impacto a una distancia imprudente, posiblemente sobre un techo de zinc, y luego cayó otra y cayó otra en diferentes lugares, se escuchó el tableteo de las pesadas ametralladoras del imperio, un par de cañonazos, luego la débil respuesta de nuestras artillería en la periferia de la zona constitucionalista. Los combatientes que dormían se despertaron con las armas en las manos, empezaron a salir del comando San Lázaro, de todos los comandos, uno tras otro, en una sucesión que parecía interminable. El espectáculo era de alguna manera alucinante. Siempre me llamó la atención ver tanta gente con tanta disposición para el combate en tan desiguales condiciones.

Media hora más tarde, cuando todo había por el momento terminado, salimos de la trinchera, hicimos un recorrido por los alrededores en busca de muertos o heridos. Al regresar al refugio nos dimos cuenta de que el Mauser, el arco del violín del violinista imaginario, estaba tirado en el suelo, pero el violinista había desaparecido. Alguien después juró que lo había visto bajando la cuesta de la Santomé a cien kilómetros por hora.

Al poco rato, en el momento en que me disponía a volver a la rutina, lo vi venir a Manolo, el Gallego, con la Thompson en una mano y con cara de estar buscándome. Precisamente a mi venía a buscarme. Ese día, sin duda, me había levantado con el pie izquierdo. Lo supe, quizás, casi en el momento en que me desperté en casa de la viuda Pichardo, donde me quedaba a pernoctar de vez en cuando.

Dormía con ropa, muchas veces, como demandaban las circunstancias, pero en la casa de la viuda me quitaba medias y zapatos y cuando me levanté e iba a ponérmelos noté que faltaba una media. Sí, una media no estaba en un zapato, había cambiado de lugar durante la noche. La busqué con la mirada en el suelo y no la hallé. Me agaché a mirar bajo la cama, miré bien, muy bien, hasta que los ojos se me pusieron redondos y la encontré dentro de una caja, junto a varios cartuchos de dinamita y me puse frío y me sentí al mismo tiempo extrañamente apático. ¡Ay Nicolás, pensé! Era un descuido, sin dudas, tenía que ser un descuido, un olvido, una distracción de Nicolás Pichardo en el frenesí de los primeros días de la guerra (Nicolás Pichardo Vicioso, hermano de Jacintito, por si alguien no me cree y quiere preguntarles).

En fin lo que podía haber pasado no pasó, pero pudo haber pasado y todavía hoy no quiero pensar en ello. Además, la culpa se la hubieran echado injustamente al imperialismo.

Ahora, cuando apenas me reponía de los efectos del morterazo que había puesto fin a la noche lírica), estaba preocupado por otra cosa. El Gallego vino a buscarme y me pidió que lo acompañara y pensé ¡qué vaina! Se dirigió hacia el comando y lo seguí como un perrito faldero, pero sin mover la cola. Estúpidamente le pregunté que adónde íbamos y me miró de soslayo. Volví a pensar ¡qué vaina!, pero esta vez en voz alta.

En el amplio salón que daba a la puerta de entrada había varios compañeros de guardia y uno de ellos estaba vestido de mujer y era mujer. Era Altagracia, la esposa de Justino del Orbe. Ella y Clara Tejera, la esposa del Gallego, estaban al frente de la intendencia del comando, el suministro de alimentos para los combatientes. Pero Altagracia también empuñaba las armas de vez en cuando.

El Gallego hizo un gesto que parecía un saludo, se encaminó hacia el comedor y seguí tras él valientemente o por lo menos pacientemente. Pasamos junto a los dormitorios del fondo del patio, torcimos a la derecha, atravesamos un jardín que al parecer cuidaban con esmero. Luego nos internamos en territorio prohibido: Una biblioteca muy bien surtida (que permanecería más o menos intacta hasta los días finales de la guerra), las habitaciones vacías de las monjas, el comedor, la cocina de las monjas. La majestuosa iglesia colonial de San Lázaro y sus dependencias. El antiguo leprocomio.