Tras dos décadas de espera por un nuevo Código Penal, para limitar el poder del Estado en ejercicio de la violencia institucionalizada, a través de la persecución penal y que recoja las conductas lesivas a los bienes jurídicos y valores fundamentales a proteger (vida, salud, integridad, libertad, patrimonio, honor) ahora una parte de los senadores quieren sancocharlo, para salir del paso a las presiones.

Legislar es un ejercicio que requiere de prudencia aristotélica para determinar bien respecto de lo que es bueno y conveniente, pues ahí se juega la acción humana, la permitida y la prohibida, que es la objeto de sanción.

Es cierto que tenemos el mismo código penal francés de 1810 y pretendemos, según se dice, migrar a un código más a lo alemán. Si ese es el propósito, no creo que ningún jurista alemán se sienta alagado si sale un Frankenstein de código penal.

Las teorías alemanas fascinan a los autores iberoamericanos por su capacidad para adaptarse a otros ordenamientos; pero sufren de incapacidad para hacer más segura y calculable la aplicación del derecho penal, lo que obliga a formular teorías propias y a adaptación técnica cuidadosa de las que lo cumplan.

Desconozco si para estos ajustes en nuestro pretendido nuevo código penal se han tenido en cuenta, seriamente, los tratados de Liszt y sus discípulos, como Antón Oneca, Saldaña, Cuello Calón y Jiménez de Asúa; Merkel, Beling, Mezger, Maurach y Welzel.

Los sistemas dogmáticos alemanes entusiasman y son admirables por su elegancia y armonía. Pero hay que hacer un esfuerzo para ver cómo se avienen en la parte general y en la parte especial porque las propuestas germanas son rígidamente sistemáticas.

Quisiera ver si dicha recepción entusiasta se ha hecho sin discriminación de nuestras diferentes realidades históricas, políticas, sociales, económicas y culturales que ellas presuponen y, por tanto, si se han comprendido las consecuencias de las opciones para la política criminal.

El que la legislación y dogmática alemana sean fuentes principales para su elaboración, dejándose detrás nuestra tradición francesa, entraña un análisis diacrónico (evolución en el tiempo) y sincrónico (en el momento determinado) de los fenómenos y los hechos considerados.

Ignoro si los redactores del nuevo código y los parches que se han venido haciendo al proyecto durante tanto tiempo hayan tenido en cuenta polémicas de décadas sobre las teorías causal y final de la acción con todas sus implicaciones dogmáticas, la diferenciación entre error de tipo y error de prohibición, autoría y participación, autoría mediata y participación esencial, entre otros.

No sé si se han tenido en cuenta, como base metodológica de la ciencia penal, las teorías de la imputación objetiva y del dominio del hecho, así como la necesaria relación entre política criminal y dogmática penal, inspiradas en Roxin. O si se han estudiado los planteamientos funcionalistas de Jakobs. O si se ha analizado la trascendencia de nuestra cultura gala en el derecho penal y en toda nuestra legislación codificada.

Sin dudas que la dogmática alemana se encuentra en la actualidad en el más alto nivel científico y metodológico. Pero cuidado, ella “Hace posible, […] al señalar límites y definir conceptos, una aplicación segura y calculable del Derecho penal, hace posible sustraerle a la irracionalidad, a la arbitrariedad y a la improvisación.” (Gimbernat)

En cambio, “cuanto menos desarrollada esté una dogmática, más imprevisible será la decisión de los tribunales, más dependerán del azar y de factores incontrolables la condena o la absolución. Si no se conocen los límites de un tipo penal, si no se ha establecido dogmáticamente su alcance, la punición o impunidad de una conducta no será la actividad ordenada y meticulosa que debería ser, sino una cuestión de lotería. Y cuanto menor sea el desarrollo dogmático, más lotería, hasta llegar a la más caótica y anárquica aplicación de un Derecho penal del que -por no haber sido objeto de un estudio sistemático y científico- se desconoce su alcance y su límite.”(Gimbernat)

No hagamos un monstruo zurcido como el personaje de ficción inspirado por Frankenstein, formado por diferentes cadáveres a los cuales se les da nacimiento durante un experimento legislativo porque, aunque Frankenstein existió realmente fue acusado de asesinato, encarcelado por herejía y pasó a la historia por su afán de descubrir la receta de la inmortalidad.

El Código Penal no puede ser una obra como la de Johann Konrad Dippel, el alquimista alemán, que inventó el elixir de la vida, que permitía vivir hasta los 135 años, cuya historia inspiró la referida clásica novela de terror.

Un código es una obra que debe ser el producto de un trabajo técnico bien depurado, socialmente acogido y políticamente deliberado. Pero sobre todo debe ser fruto del sosiego y la prudencia. La necesidad no puede hacer parir un instrumento legal de la trascendencia del Código Penal con precipitaciones, pues de lo contrario nacerá un código penal frankensteiniano, lleno de remiendos que podrían romper con el mandato de determinación y de certeza de toda conducta elevada a infracción.