¿Qué pueden tener en común Shylock, el judío prestamista usurero de la clásica obra teatral de Shakespeare “El Mercader de Venecia” (1600), mi antiguo profesor de filosofía del derecho en la PUCMM, aquel alto funcionario público que conocí en un coloquio de ANJA-RD y el honorable exmagistrado de la Suprema Corte de Justicia, Dr. Jorge Subero Isa? Mi respuesta: la concepción y visión del derecho. Diría que jurídicamente han razonado y pensado pimpún, al menos en una que otra ocasión. Veamos:

De Shylock la historia es bien conocida.

Este judío celebró un contrato con Antonio, un cristiano mercader de Venecia, mediante el cual le entrega en préstamo la suma de 3,000 ducatos bajo la cláusula penal de que si no pagaba al llegar el término convenido, tendría derecho a tomar una libra de su carne corporal. Por causas extrañas a su voluntad, Antonio incumple pagar dentro del término, pero intenta justificarse con causa cierta, suplica a Shylock que acepte el pago en esa circunstancia, pidiendo reiteradamente su perdón; otros de sus amigos interfieren apelando vanamente a la sensatez y al humanismo que el judío nunca demuestra, e incluso se le ofrece el doble del capital adeudado a fin de compensar la mora, pero nada de esto lo convence, pues entiende que debe procederse según la ley del contrato –que dice ser clara-, por aquello de que, independientemente de lo que pueda considerarse justo o injusto, baladí, capricho o un abuso, la ley es la ley y debe respetarse.

Al final, Shylock resulta ser el más perjudicado de la historia: se le aplica el mismo método de interpretación jurídica, pues al concedérsele el derecho sobre la libra de carne de su deudor, le es advertido que el contrato solo se refiere a la carne, no así a la sangre, por lo que de derramar una sola gota de ésta, debía pagar con su vida y todos sus bienes serían confiscados según la ley de Venecia. Shylock desiste de su pretensión y dice aceptar el pago de la deuda con el doble del capital originalmente ofertado, pero es muy tarde, como ha dicho, el contrato es la ley, debe respetarse. Luego, el judío desalentado dice conformarse con la devolución del capital original de la deuda, pero como ya había rechazado esta opción no podía aceptarla ahora [¿doctrina de los actos propios?]. Y se suma una nueva agravante, con el principio de ejecución de su cobranza en especie, se argumenta que consumó el crimen de atentado contra la vida de un ciudadano de Venecia cometido por un extranjero, cuya penalidad también implicaba su vida y la perdida de todos sus bienes a favor del Estado y de su antiguo deudor -su víctima-. Por una de esas paradojas de la vida, aunque le fuera perdonada la pena de muerte, el judío abanderado del legalismo terminó como Chacumbele, victimario de sí mismo, o bien, del respeto estricto y ciego de la ley por ser la ley.

Del destacado antiguo profesor de filosofía del derecho, Lic. Mariano Rodríguez, lo he dicho antes...

Para mí, que entiendo haber empezado a sacar la cabeza de la cueva no hace mucho, este profesor registra el logro de haber dilatado y obstaculizado –hoy no dudo que inconscientemente o sin querer queriendo- la compresión del derecho a sus alumnos -o a los de mi matrícula- como ningún otro profesor de la carrera dada la importancia imprescindible pero subvalorada de la filosofía jurídica para la formación del futuro abogado y jurista.

Lo anterior me llega del siguiente recuerdo: frente a las dudas y discusiones de estudiantes que les eran presentadas procurando explicación racional, entre los múltiples por qué esto y por qué aquello, su respuesta siempre fue una: “pues porque lo dice la ley”, “pero… profesor?!”, y repetía: “…lo dice la ley (y punto)”. En ocasiones agregaba: “dura lex sed lex” [no dudo que hoy muchos de esos antiguos estudiantes hagan lo mismo como profesores o razonando desde estrados]. El silencio inmediato en el salón significaba al profesor haber cumplido con su deber pedagógico; para él, seguro que una prueba de auto-convencimiento de su efectividad didáctica en la impartición de ese curso, al tiempo que los estudiantes empezamos a entender y a mal asimilar los fenómenos sociales, las instituciones jurídicas y los conflictos judiciales como un paquete de problemas para los que los abogados deben encontrar soluciones preestablecidas en el universo de leyes vigentes, y solo en estas leyes.

De ahí que para muchos aprendices de brujo -como yo, entonces sin saberlo-, fortalecer nuestra capacidad memorística resultó más útil e importante que dominar cualquier otra técnica y método jurídico, y así lo sigue siendo para no menos número de abogados, fiscales y jueces que se convencen de ello a propósito de su efectividad en el ejercicio cotidiano.

Sobre el distinguido exfuncionario, entonces Director de la Direccción General de Impuestos Internos, Lic. Guarocuya Félix…

El jueves 28 de mayo del año 2015 tuve la experiencia de conocer este agradable y simpático ciudadano en uno de los coloquios que la Asociación Nacional de Jóvenes Abogados de la República Dominicana –ANJA RD- solía celebrar esporádicamente; un actividad que, como se indicaba en las invitaciones, consistía en el marco de un conversatorio informal, donde los participantes tenían la oportunidad de interactuar con los invitados especiales e intercambiar ideas e impresiones propias de los intereses de los actores dentro de sus respectivos campos profesionales.

A requerimiento del siempre amigo y colega Roger Pujols, quien me recordó y pidió públicamente referirme a un caso de mi ejercicio que era de su conocimiento, pregunté al funcionario su parecer sobre la posibilidad de que un ciudadano sin capacidad contributiva alguna por causas invencibles a su voluntad –anciano convaleciente, desempleado sin pensión, jubilación ni subsidio alguno-, propietario de un inmueble que ha permanecido en su familia por múltiples generaciones, resulte exonerado o pueda ser considerado exento de pagar el impuesto a la propiedad inmobiliaria en atención a dichas circunstancias debidamente probadas.

No pensé que el distinguido político respondería con una negativa radical a mi pregunta, pero menos, que de hacerlo, argumentaría al respecto, y mucho menos en la forma que lo hizo. De ahí mi sorpresa cuando dijo: “eso es un absurdo, es imposible. En Estados Unidos nunca se plantearía una discusión similar; que sería de la seguridad jurídica.” Y en este contexto dialéctico, más adelante disparó: “La ley es la ley y hay que cumplirla. Debemos someternos a la dictadura de la ley, lo cual es compatible con el Estado de Derecho”; le interrumpo con la intención de salvarlo con una pregunta retórica: “…¿independientemente de la injusticia que pueda ocasionarse en la aplicación de una ley?, recuerde la cláusula de Radbruch, el derecho injusto –en extremo- no es derecho”; frente a lo cual reitera: “es un absurdo, en USA nunca se llevaría a cabo una discusión como esta, ese ciudadano debe vender el inmueble o pagar al fisco, es simple, es la ley, que independientemente de que se considere injusta debe cumplirse.

No obstante mi radical desacuerdo con esas ideas –que entiendo que por el nivel de mi audiencia en la actividad pude válidamente dirimir apelando a los principios de progresividad impositiva, justicia y capacidad contributiva, para mi dicha, positivizados en los artículos 75.6 y 243 de la Constitución-, de entrada, nunca puse en duda la alta capacidad y preparación del referido funcionario para dirigir técnicamente y administrar exitosamente esa DGII –sobre todo auxiliado de un equipo de asesores expertos, y todos bajo la tutela de un Tribunal Superior Administrativo y un Tribunal Constitucional vigilantes con una varita en manos,  como conmigo se mantuvieron mis padres durante mi primera década-, pero que tan importante hombre de Estado piense de esa forma, me resultó triste y preocupante. Lo primero, pues un hecho más que contradice la idea de que la República Dominicana pueda constituir un verdadero Estado Social y Democrático de Derecho, como se repite en nuestra “Constitución fachada”, y preocupante, pues en manos del poder, semejante idea representa una eventual patente para justificar “injusticias legales”, que, como el ciudadano del caso comentado pudo sufrir, también cualquiera de nosotros mientras sigamos parte de una sociedad dirigida por políticos de ideología decimonónica –nuestros encargados de decir y aplicar el derecho vigente-.   

Del distinguido Dr. Jorge Subero Isa, sin quizás uno de los juristas más destacados y exitosos en toda la historia del Derecho dominicano, confieso que ha sido mi mayor sorpresa.

El próximo pasado día 4 de agosto, en un desahogo que de seguro compartimos todos los que sufrimos el deber de pagar Anticipos a cuenta del Impuesto sobre la renta y bajo la engorrosa fórmula que se calcula, el Dr. Subero expresó desde su cuenta en twitter lo siguiente:  “(…) Escribo como contribuyente. Es cierto que sin el cobro de impuestos el Estado no puede cumplir su función. Sin embargo, el anticipo por más legal que pudiera ser no es justo para el contribuyente.” De seguro que más sorprendido que yo, el también reconocido abogado Lic. Manuel Fermín, decidió responderle recordando la decisión de la SCJ que, cuando este órgano era presidido por el Dr. Subero, declaró la constitucionalidad de esa medida normativa tributaria, no obstante su denunciada irracionalidad. Pero ahí no terminó la cosa. En respuesta aclaratoria, pues no precisamente una réplica, regresa el destacado jurista con esta precisión: “Lo que deseo aclarar, mi estimado amigo, es que lo que he dicho es que el anticipo no es justo. No he cuestionado su legalidad. (…)” [Y leer esto me llevó al primer párrafo de este artículo]

Reflexión final…

Shylock, Mariano, Guarocuya y Subero representan -al menos en las situaciones narradas- tres muestras de formalismo jurídico; operadores jurídicos que asimilan el Derecho como un conjunto de reglas positivas autosuficientes para la solución de los casos posibles, carentes de contenido axiológico, al margen de las razones subyacentes que puedan fundamentar y justificar un determinado significado normativo y su autoridad, del carácter abstracto y general no previsor de todas las excepciones posibles a la regla, ni del contexto social en que se aplican, menos de las consecuencias sociales de una determinada aplicación; innegables paladines del peor legalismo, que hacen rito de la subsunción según la teoría del silogismo como método perfecto que permite dar respuesta correcta a todo conflicto o problema jurídico, simple o complejo. En otras palabras: todo es y debe ser de una determinada forma preestablecida porque lo dice la ley, la ley es clara y aunque puede ser irrazonable o injusta en su letra, es la ley y debe respetarse. [Como diría el famoso periodista y farandulero político de la prensa radial y escrita: Farrrmacia Mella!]

Pero no hay mal que por bien no venga. Que desacuerdos y discusiones de este tipo tengan lugar en foros académicos no solo debe considerarse normal, sobre todo en países como el nuestro, donde la constitucionalización del derecho aún no cruza la pubertad, sino que es muy saludable y conveniente para la promoción de nuevos paradigmas y concepciones teóricas del derecho, pues solo de esta forma podrán eventualmente derrotarse y desplazarse los modelos anacrónicos que infectan nuestra cultura jurídica.

Que aún en pleno siglo XXI, en República Dominicana -Estado Fallido o no, sea este un membrete descriptivo o valorativo-, se discuta que la justicia y la razonabilidad son condiciones necesarias de validez de la ley –no de una en particular, pero de todas las leyes-, y que sobre la voluntad de cualquier autoridad constituida existen valores, principios fundamentales y otras razones a los que deben adaptarse todas sus decisiones y actos, es un síntoma de cambio positivo. Así, cuando estos postulados tan básicos sean asimilados por todos nuestros docentes y actores políticos, quizás podremos decir que como país empezamos a avanzar en las sendas del Estado Constitucional de Derecho.