Las dictaduras más terribles están marcadas por el más triste final que la historia, misteriosamente, les guarda como muestra indiscutible de su propia tragedia. El final de los dictadores es tan espantoso como el propio mundo de terror que los encumbra en su telaraña y en la propia sangre en que se chapotean en su sistema de terror que cubre su manto de sombra y espanto. El sistema de corrupción e impunidad que, a fuerza de poder político y de todo tipo de estrategias, diezma el patrimonio de la nación y se burla de la voluntad popular tiene también su trágico final, proveniente de su huracanado vientre lleno de incertidumbre.
El poder político al servicio de los grupos de intereses, contrario al bien común y a la propia nación, lleva consigo el síndrome de la transitoriedad; pero las ambiciones desmedidas y la locura que produce la gran riqueza fácil e ilícita impide en sí misma la posibilidad de que los sujetos al servicio de mafias instaladas en las esferas del Estado puedan advertir -a tiempo- el final de su propia existencia política en el poder o en el gobierno. El final de los gobiernos corruptos que se burlan de los ciudadanos de sus respectivas naciones es triste y penoso como la propia naturaleza en la que permanentemente intentan mantenerse como dueños terrenales del poder que ostentan. Todo se les desmorona y pulveriza como por arte de magia sin que nadie pueda salvarlos y -como maldición final- sólo la soledad les sirve de compañera de viaje en su tragedia.
Por supuesto que ninguno de los gobernantes a que nos referimos, aún en su peor soledad y desprecio popular en su incómodo infierno después de dejar su "gloria" rodeados de aduladores y falsos aplausos, quisiera parecerse a Nelson Mandela o a Mahatma Gandhi. Mandela y Gandhi son gigantes de alma, ideas, humanismo y espíritu, mientras que los otros son simplemente enanos sin estatura moral ni ciudadana. Desplazados del poder, se refugian asustados en sus escondrijos y cuando suelen salir de allí a las calles, temerosos, se asustan -por cobardía- de su propia sombra. Bajo este cerco cerrado, ni el pasado taconeo, conservado sólo en su memoria, de los soldados ni la fortuna sin sudor acumulada por el saqueo al Estado por todo su equipo de campaña y de palacio, podrán salvarlos de la soledad, y sin poder, que les cala por dentro en unos días que les resultan largos e inacabables, rememorando la vanidad de aquellos tiempos, y que ya no tienen. Y en ese drama, de la nueva forma de vida, sólo los pocos suyos permanecen a su lado.
Todo el poder acumulado se reduce a nada cuando el final toca su fin. Las escenas en nuestras memorias de ciudadanos están llenas de eventos del trágico final del poder político en desbandada recogidos por los medios de comunicación a nivel internacional. Las organizaciones políticas, propiedad de un colectivo cuyos miembros más dignos, también fueron burlados y abandonados por el propio poder de la élite política que se enriquece con la corrupción, son, junto al pueblo llano, las que pagan el peor costo de esas acciones inmorales y poco ciudadanas de su falsos líderes en el ejercicio del poder corrompido. El grupo que detenta el poder niega con plena conciencia los valores fundacionales de la organización partidaria, porque en su nueva lógica, la ética y los principios constituyen obstáculos para la permanencia en el poder y para amasar fortuna en contra de su propio pueblo.
El poder político en medio de su locura, y cercado por la ensoñación que él mismo produce en su entorno, siente desprecio por los reales pasados líderes fundadores de sus organizaciones y sólo recurren a mencionarlos en circunstancias muy favorables para la manipulación e instrumentalización de esas figuras simbólicas. El desprecio a los líderes históricos y a los valores y principios que éstos sustentaban no es casual, pues parten del criterio de que la presencia de esas referencias éticas en la mente de los ciudadanos aparece como marcos referenciales que contrastan y ponen al desnudo al propio poder y la forma de ejercerlo. Esa es la razón por la que los nuevos líderes en su mundo de corrupción borran, de su lado y en la práctica del poder, todo vestigio de cualquier pensamiento o figura política, moral, histórica y ética que convoque a los sujetos sociales a una opinión crítica sobre el poder "legalmente" establecido.