En el año 1985 publiqué un libro que en ese momento produjo cierta discusión, El reformismo dependiente. Recuerdo cuando conversé con Juan Bosch sobre el mismo en una inolvidable tarde en que a invitación suya acudí a sus oficinas de la Avenida César Nicolás Penson. Allí, acompañado del amigo Max Puig, Bosch analizó mi libro, mostrando que lo había leído de cabo a rabo.
En muchos asuntos estábamos en completo desacuerdo Bosch y yo, en otros naturalmente no. Lo que más me ensenó esa conversación fueron los desacuerdos expresados por Bosch con apreciable delicadeza: yo enfatizaba demasiado el análisis de las estructuras, Bosch trataba de explicarme que al fin y al cabo la política la hacen los hombres. Tenía razón. Entre otras cosas Bosch me dijo más o menos estas palabras: tu libro tiene un tono profesoral que no me gusta, pero te digo que es el estudio marxista más completo de ese período político. Unos anos después Balaguer le confesó a un amigo de la Universidad de Yale que mi libro era claramente izquierdista y radical, demasiado crítico con sus gobiernos, pero que era el mejor estudio de sus tres gobiernos. Creo que se equivocaba.
En ese entonces apenas comenzábamos en el país a discutir lo que significó el gobierno de los doce años de Balaguer entre 1966 y 1978. Al igual que en 1962 cuando Balaguer salió al exilio, en 1985 pocos pensaban que volvería de nuevo al poder apenas un año después. Cuando en 1996 salió del poder pocos pensaron que su influencia perduraría hasta hoy e incluso que bajo su amparo el PLD alcanzaría por primera vez el poder, lo que de algún modo ha permitido perpetuar esa herencia balaguerista que ya los líderes políticos peledeístas no temen confesar como algo propio y muchos líderes perredeistas se tragan el cuento del democratismo que al fin y al cabo mostró al final el viejo caudillo.
Balaguer nos ha perseguido como sociedad política, pero también como orden social y cultura. El carácter bonapartista de sus tres primeros gobiernos anularon el espacio político de la oligarquía tradicional como grupo social alternativo al trujillismo en ruinas. Su manejo de los militares y su ascendiente sobre el campesinado, puso el poder del estado en sus manos e hizo de los militares el verdadero partido del orden.
El precio de todo esto fue, ciertamente, el autoritarismo y el ejercicio personalista del poder. Pero sobre todo produjo una cultura política en permanente riesgo autoritario, en perpetuo temor al poder del líder providencial que todo lo puede. De alguna forma, si se ven las cosas de esa manera, puede pensarse que no hemos avanzado mucho entre el trujillismo como ordenamiento político y el poder autoritario de Balaguer.
Yo no lo creo. La democracia dominicana existe, no hay dudas. El gobierno de los diez anos de Balaguer entre 1986 y 1996, pese a los retrocesos que produjo en el orden democrático, se vio obligado a respetar las conquistas democráticas en el plano electoral. Ha habido ciertamente rupturas y problemas en un caos democrático que no debe desengañarnos de las virtudes de la vida democrática. Pero la verdad sea dicha, la sociedad dominicana y sobre todo sus elites dirigentes, no han logrado superar el poder autoritario que aun hoy se impone sobre la frágil democracia conquistada.
Hoy día el providencialismo se ha impuesto como un componente de la cultura política nacional, componente que acompañó no sólo a la figura solitaria del Balaguer convencido de su misión divina de conductor de la nación dominicana, sino del propio Trujillo que en algún momento tuvo que haberse creído que él era una especie de dios en la tierra. Ya lo dijo el propio Balaguer en uno de sus discursos de la Era: en este país lo que no hizo Dios lo hizo Trujillo.
El país sigue sumido en la imagen del líder providencial que habrá de llegar para resolver todo. Hoy las soluciones cesaristas se encaminan en la senda de la llamada democracia delegativa, del poder presidencial elevado al canon de cuasi monarquía, no tanto como situación bonapartista, sino como método de solución de los problemas políticos, de las crisis y los desacuerdos, en un formato competitivo que organizan las elecciones que periódicamente se suceden. En ese escenario el Presidente debe decidirlo todo y de él se piensa que lo puede todo.
Es verdad que las fuerzas armadas entre 1978 y el 2000 perdieron poder, pero la acción represiva policial ha permanecido como un método brutal de control ciudadano, al punto de que si uno observa bien las cifras anuales de muertes violentas, parece que el país vive en guerra civil. No la del corazón como en un libro intentara mostrar Federico Henríquez Gratereaux, sino en el riesgo callejero cotidiano que asecha a la puerta de nuestras casas. No se puede atribuir todo esto simplemente al aumento de la delincuencia, en algo tiene que ver la desigualdad y la exclusión, pero lo que ahora quiero destacar es simplemente que bajo diversas modalidades el poder de las armas aun predomina sobre el poder de las leyes y los derechos ciudadanos continúan siendo una débil criatura de una democracia que no termina de afirmarse.
El estado perdió liderazgo en la conducción del proceso económico, como anhelaban los neoliberales. Paradójicamente, lejos de debilitarlo esto fortaleció su capacidad de control y por este medio, como no esperaban los neoliberales, se fortalecieron las élites políticas en una vertiente neopatrimonial que clientilizó la política democrática. Lo que nadie confiesa es que este orden político, habiendo sido impuesto bajo un credo neoliberal, hoy sus propios autores (los empresarios) se quejan de ello, pero el monstruo ha adquirido fuerza propia y nadie sabe cómo controlarlo; más aún no se sabe si lo que hay que controlar es el manejo patrimonial de las instituciones públicas o si de lo que se trata es de hacerlas más eficaces, en un clima que en la práctica permita hacerse de la vista gorda ante la corrupción y el manejo doloso de recursos públicos, como quisieran muchos.
Se me dirá que las soluciones autoritarias a nuestros problemas políticos, visto el asunto en el largo plazo, han ido perdiendo espacio, y es cierto; pero lo que no podemos negar es que el autoritarismo como cultura política se ha impuesto, aunque la guardia ya no sale a matar gente. El autoritarismo hoy es más sutil. Se funda en el manejo de favores, tiene una poderosa retaguardia mediática y entre otras cosas lo sostiene una suerte de nostalgia legitimante por un orden despótico que en el pasado tampoco funcionó, pero que hoy élites conservadoras predican como una especie de miedo al lobo que estamos desatando, lo que produce una suerte de adormecimiento político estremecedor en la mayoría de la gente.
Podemos hablar lo que queramos y de alguna forma se piensa que eso es suficiente para sostener que vivimos en plena democracia. Nadie niega que eso es una conquista, no de la clase política sino simplemente de la gente, pero en muchos sentidos el orden institucional del estado dominicano se encuentra en vilo. Solo hay que salir a la calle para verlo. Todo parece indicar que se ha perdido el control por parte de quienes tienen la administración legítima de la fuerza, el estado. Esa reducción de la capacidad de control ciertamente aún no ha conducido a los militares a la calle, pero la crisis permanente y cotidiana de la seguridad atestigua que hay un nuevo estilo autoritario, más difuso pero eficaz en su capacidad de desmovilizar el poder de la gente como ciudadanos, convertirlos en víctimas fáciles de la violencia callejera y todo esto sin ninguna capacidad de contestación ciudadana a esta situación incierta y peligrosa.
El corporativismo militar de ayer desapareció, pero se ha fortalecido el corporativismo político y hoy día las élites dirigentes han logrado articular mecanismos eficaces de dominación sin necesidad de empuñar un revolver, o atravesar de un balazo el cráneo de simples ciudadanos. No se hace esto en nombre de la política, es verdad; pero sí es un hecho cotidiano el miedo al poder militar y policial, en un marco de violencia e inseguridad de la gente al poner un pie en la calle.
El estado dominicano en más de un siglo de vida política republicana no ha podido fortalecer la autonomía de sus poderes (Ejecutivo, legislativo y Judicial), afirmándose así las modalidades delegativas de ejercicio democrático. Dicha autonomía constituye en el país un verdadero mito, una suerte de ejercicio presidencialista con ribetes clientelares.
En este marasmo político, si bien no creo que las soluciones autoritarias de tipo bonapartistas resurjan en el futuro cercano. Pienso, sí, que ante la evidente incapacidad institucional del Estado, el manejo clientelar de sus instituciones y el uso privado de los recursos públicos, no debe descartarse que por vía delegativa el Presidente de turno, sea el actual en ejercicio o quien surja de futuros certámenes electorales, afirme soluciones cesaristas a crisis políticas y conflictos, agravándose la incertidumbre propia de la democracia, y se precipiten situaciones de crisis. Confiemos en que pese a su fragilidad nuestra democracia tiene la suficiente madurez para asegurar que el retroceso autoritario hoy no sea posible. Pero eso no depende del destino, ni de la providencia, sino de los líderes que manejan el estado, los partidos que organizan la competencia política y de los simples ciudadanos que tienen la responsabilidad de asegurar una vida democrática efectiva que haga de sus vidas una experiencia digna.