Para los dominicanos, de todas las edades y niveles sociales, la Navidad es una época de regocijo. Diciembre pasa en un abrir y cerrar de ojos, pues se engalana con los merengues de antaño; los inacabables encuentros familiares y amistosos; la exquisita gastronomía festiva, entre otros elementos que son tan característicos de nuestra navidad caribeña.

Desde que leí hace años Cuento de Navidad de Charles Dickens, siempre he tenido el miedo secreto a convertirme en un Ebenezer Scrooge. Ser un indolente al dolor y penurias humanas, un egoísta avaro, es algo de lo cual rehuyó.  Y, lamentablemente, la Navidad impulsa a la superficie a muchos Scrooge que se encuentran escondidos en las cuevas. Sin convertirse en gemelos perdidos de este significativo personaje de la narrativa navideña, muchos se dejan arrastrar por la vorágine denominada compras, y surge la peor cara humana. Una cara plagada de la fealdad del egoísmo, la superficialidad, y sobre todo, el consumismo egoísta y sin sentido.

Esta fecha, desde mi óptica, llama más a reflexionar que a cualquier otra cosa. Veo como hemos dejado atrás las actividades que son tan propias de diciembre, para dar paso a hábitos consumistas. Lo único que nos mueve es la necesidad que tenemos de presentar la mejor versión de nosotros mismos. Queremos siempre ser los que hacen los mejores regalos y los que ofrecen las mejores cenas. La Navidad se ha convertido en una oportunidad de mostrar nuestro poder adquisitivo. De enseñarle a nuestros amigos y familiares lo bien que nos ha ido en el año que está por terminar. A   parecer, quienes verdaderamente disfrutan este festejo son los proveedores de servicios y los comercios.

¿Qué quedó del espíritu de afecto? ¿De compartir con nuestros seres más queridos el regocijo de las fiestas? ¿Es que acaso ha muerto el deseo de ayudar a otros? ¿De regalar a otros sonrisas desinteresadas? Hemos olvidado que fuera de nuestra burbuja de cenas suntuosas, regalos caros, y decoraciones pretenciosas, hay personas sufriendo por una holganza de pan en diciembre. Nos arropa el consumismo con su manta de insaciables compras superfluas, mientras que al mismo tiempo nos deja desnudos ante la fría realidad: somos seres banales.

Pero no es tarde, aún estamos a tiempo de revolucionar nuestras navidades. De hacer que lo que quede de diciembre sea invertido en únicamente dar amor, sin recibir nada a cambio. No queramos mostrar nuestras riquezas ni gastar el último peso, por el simple hecho de mantener las apariencias o ser alguien que no somos. Esta época, sin dar una connotación religiosa a la fecha, es para reflexionar y planificar un nuevo año; comer deliciosos platos; oír y bailar al ritmo de buena música; y sobretodo, para rodearnos de quienes más amamos. Volvamos a darle ese hermoso sentido a la navidad, y ponle fin al Scrooge.