En un artículo titulado “¿Dónde está la gran filosofía?” (El país, 14-3-2013), Javier Gomá Lanzón muestra su preocupación por el rumbo del pensamiento filosófico contemporáneo. Señala que desde sus comienzos la filosofía fue “una ciencia del ideal: ideal de conocimiento exacto de la realidad, de sociedad justa, de belleza, de individuo” y que este ideal del quehacer filosófico se ha ido extinguiendo.
Gomá Lanzón añora la época donde la filosofía constituía un sistema de conocimientos sobre la realidad, los fundamentos del conocimiento y de la vida práctica.
La filosofía no tuvo siempre el carácter de sistema. Según la leyenda, el matemático Pitágoras de Samos fue invitado por el tirano León, en el siglo VI antes de la era cristiana. Satisfecho por su invitado, el gobernante manifestó su complacencia por tener en la casa a un sabio. Ante la afirmación Pitágoras respondió: “No soy un sabio, sino un filósofo”.
El relato da cuentas del sentido etimológico del quehacer filosófico. El término filosofía proviene del griego “filo”= amor, “sofía”= sabiduría. Uno tiende a buscar el objeto de amor, por tanto, filosofía significa búsqueda de la sabiduría, no su posesión.
Sócrates ejemplifica como nadie la figura del buscador del saber. El hombre a quien Platón inmortalizó en sus diálogos aporéticos no era un experto, ni un sabio. Recorría las calles de Atenas interrogando a los sofistas (sabios) sobre la naturaleza de sus especialidades y los fundamentos de sus prácticas. Les formulaba preguntas y a partir de las respuestas derivaba las consecuencias, los límites e inconsistencias de las mismas.
Al concluir la lectura de los diálogos aporéticos esperamos que Sócrates nos dé su respuesta al problema formulado, pero quedamos perplejos, porque tal respuesta nunca se produce. La lección del diálogo es que el filósofo no tiene como función “darnos la respuesta”, él no es un experto en ningún área del saber. Su papel es ejercer la crítica a los fundamentos de nuestras creencias, mostrarnos que donde creemos tener un saber, sólo poseemos una opinión carente de sustentación.
Platón constituye la ruptura con esta concepción de la filosofía, e inicia la tradición de la filosofía como “sistema”, como doctrina, como ciencia de los sabios capaces de captar la esencia de la realidad y de iluminar al resto de los mortales por los senderos escarpados del conocimiento y de la acción.
Este ideal de filosofía es autoritario. Responde al supuesto platónico del “rey filósofo”, quien, capaz de conocer la esencia de la realidad puede y tiene el derecho de gobernar a los demás, mientras fundamenta el orden social desde unos fundamentos ahistóricos, absolutos.
De la mano de Friedrich Nietzsche (1844-1900) reconocemos el sentido histórico de nuestros valores y con ello, entendemos la filosofía en términos no absolutistas, no dogmáticos. Comprendemos los conceptos como el producto del desarrollo natural y social y por tanto, sospechamos de las pretensiones de una “sabiduría perenne”.
Por otra parte, la revolución científica moderna abre el camino de las especialidades. Si un filósofo como Platón o Descartes, podía aspirar a dominar todo el conocimiento de su tiempo y fundamentarlo, hoy día, en que el dominio de una subespecialidad conlleva toda una vida de estudio y trabajo, semejante empresa se percibe como un acto de megalomanía.
Al mismo tiempo, el desarrollo de los medios de comunicación y el aumento del nivel educativo de la ciudadanía hace que el espacio público sea hoy un escenario de conversación, crítica y debate compartido no monopolizable por un filósofo o un “guía intelectual”.
En este sentido, la especialización académica de la filosofía es también una consecuencia de esta revolución intelectual y no es del todo desdeñable. Es cierto que tiene consecuencias negativas, como lo es, por ejemplo, el academicismo, la pedantería intelectual que se aísla de los problemas del mundo real para encerrarse en la historia de los autores, o muchos de los análisis formales actuales.
Por consiguiente, no está de más llamar la atención sobre estos peligros y sobre el hecho de que la filosofía siempre tuvo una conexión con los problemas de la sociedad, con la utopía de reorganizar racionalmente nuestra convivencia y con el fin de una vida más feliz.
Sin embargo, no se requiere para ello de una “gran filosofía”. Por el contrario, lo que necesitamos es “la pequeña filosofía”, la que practicó en su tiempo Sócrates, Popper y tantos otros. Se trata de la actitud crítica que no aspira a establecer sistemas, ni verdades absolutas, sino a recordarnos una y otra vez que “no sabemos, sólo suponemos”.