Pedro Francisco Bonó (1828-1906), primer sociógrafo dominicano, explicaba que la “locura de la gente”, refiriéndose a las actitudes, conductas e ideas en torno al quehacer político, económico y social de muchos de los ciudadanos de su época, era producto de la sociedad en su conjunto y de las clases directoras (la oligarquía), herencia de la vieja metrópolis (España), como lo describe en sus Apuntes sobre Las Clases Trabajadoras Dominicanas,1881.

“Junto a las expectativas de cambios en la gente no deben crearse las condiciones para su propia caída”

Esa “locura” de la gente de la que habló Bonó es lo que hoy conocemos como el fenómeno de la miseria humana, que, a nuestro entender, es un elemento que está muy presente en nuestra cultura, aunque no sea un elemento definitorio de nuestra identidad.

La cultura es la capacidad que tiene el ser humano de responder al medio ambiente en que vive, manifestándose en subculturas o respuestas especificas a medios específicos. La gente hace cosas, las intercambia, cree y recrea ideas y valores que dan sentido a sus vidas, buscan un bien y creen encontrarlo en el lugar donde viven.

La cultura no es buena ni es mala, todo va a depender de respuestas que están con la vida y sus valores más funcionales. Por ejemplo, la cultura transfronteriza de la que hemos escrito en artículos anteriores en Acento, son respuestas a medios específicos, es una subcultura condicionada y que a la vez expresa elementos de las dos naciones que comparten esta isla. Lo bueno o lo malo va a depender de apreciaciones, juicios, prejuicios, historias y políticas de ambas naciones, que forman parte también del tinglado cultural y estructural, ya que toda la cultura envuelve al ser humano en un manto de esquemas, modelos y abstracciones que sirven de recreación de ella misma, provocando que los mismos individuos la reproduzcan inconscientemente.

La comprensión de estos aspectos de la cultura dominicana permiten entender cómo los cambios de gobierno que cada cierto tiempo vive la República Dominicana influyen en que una parte importante de la población se llene de esperanza y nuevas expectativas. En estas expectativas estarán presentes valores morales y las ideas sobre cuáles son las vías apropiadas para alcanzar metas, sean individuales o colectivas.

Por ejemplo, ante un cambio de gobierno, o simplemente un cambio de funcionario en un ministerio o dirección determinada, esa manifestación de nuestra cultura se manifiesta cuando se procuran recompensas materiales a las que tienen derecho por inversiones de tiempo y dinero.  Se piensa que ese es el cambio, idea que tiene como trasfondo y está determinada por la preocupación de no ser el pendejo que se comporta de manera diferente a como lo haría la mayoría. Esa es la cultura que debe ser cambiada.

“Cada uno de nosotros tiene el deber y la posibilidad de hacer grandes aportes, comenzando con simples gestos”.

Otros ven esa circunstancia como una oportunidad de cambio, de que se realicen las aspiraciones de justicia social y desarrollo por las que lucharon nuestros próceres y grandes pensadores. Esa gente dispuesta a todos los sacrificios por el bienestar de la sociedad son los que representan la contracultura.

Este fenómeno puede ser observado al inicio de cada período presidencial o cada momento histórico de cambio que ha vivido la nación dominicana.  Desde el momento en que, en 1844, se pensó que se podía hacer un mundo mejor en esta tierra, los dominicanos han esperado el milagro de la transformación de la cosa pública. Estas expectativas son más evidentes en los meses de febrero y agosto cuando se producen alocuciones y decretos que prometen el país soñado.

Entonces parece que olvidamos que es el “trabajo constante y permanente” (Manolo Tavárez) de cada dominicano el que producirá los cambios que requiere la sociedad y no las promesas incumplidas de la “clase directora que no ha sido tan feliz en sus progresos” (Bonó, Apuntes…,1881) porque, según el sociógrafo, dicha clase sólo pretende semejarse a las metrópolis, sin trabajar por el cambio cultural que puede generar el verdadero cambio en nuestra sociedad.

Hechos acontecidos en el pasado reciente ilustran y a la vez encuentran explicación en lo señalado hasta aquí. En las dos últimas décadas, apoyándose en las mejores herencias y recursos humanos del país, la clase política dominicana pudo haber propiciado una transformación en la cultura política dominicana, para evitar que las personas sigan viendo la política, como una vía para el enriquecimiento personal.

En un país donde hay tantas cosas que hacer, tantas piedras para quitar del camino, hurtar los bienes públicos y cobrar sin trabajar constituyen delitos graves.

Junto a las expectativas de cambios en la gente no deben crearse las condiciones para su propia caída. Como país no podemos seguir perdiendo, o percibir que lo estamos haciendo, porque nos ahogaremos en el pesimismo.

Cada ciudadano debe quitarse la responsabilidad de esa culpa y buscar hacer buenas obras desde ya. Cada uno de nosotros tiene el deber y la posibilidad de hacer grandes aportes, comenzando con simples gestos, como son no tirar desechos en las calles y carreteras, y muchos menos donde hay un área verde; manejar el vehículo con prudencia, evitando estacionarse mal u ocupar el carril de rebase en una autopista. ¿Cuántas veces el lector ha tenido fuertes disgustos en su casa, en su trabajo, en la calle, por acciones de esa naturaleza?. En ocasiones estas inconductas han provocado daños irreparables, incluso muertes, de personas. En resumen, debemos pensar en el otro. Sí.

El fenómeno de la miseria humana y, en particular, la del   dominicano, de los que tienen y los que no tienen nada, es estructural, cultural en el sentido antropológico del concepto.

Esas respuestas al medio específico no necesariamente tiene que ver con escolaridad o profesionalidad; los arquitectos, los médicos, los vendedores ambulantes y comerciantes de todo tipo, los albañiles, mecánicos, entre otros, “tienen su cultura o subcultura”, para decirlo con las palabras de un antropólogo como Oscar Lewis cuando hacía referencia a los habitantes de áreas “marginadas” o emergentes de ciudades como Ciudad México, San Juan de Puerto Rico, y La Habana en Cuba; y no podemos definirla como “buena” o “mala” (sin caer en el relativismo extremo), ya que pesa mucho el comportamiento personal, la aplicación de normativas jurídicas y la ideología política dominante de cada momento vivido.

Es en este contexto que pueden ser definidas como negativas esas subculturas por las que comportamientos individuales van imponiéndose como modas, influyendo en los otros como dinámica estructural, ahogándonos nosotros mismo en la adaptación, perdiendo la capacidad de ponderar los daños al medio en que vivimos, trasladando la incapacidad de responder adecuadamente a la convivencia con los demás, a nuestra vida, a esa “vida loca”, que procura definirnos culturalmente hablando.